El pasado miércoles, los componentes de nuestra tertulia, que solemos dedicar la mañana en la Plaza de Arriba (hablo de Garachico) a contar anécdotas, más o menos graciosas, más o menos trascendentes, me pidieron que las contara en la prensa para que nadie piense que pasamos el tiempo en conspiraciones, contra nada ni contra nadie. Somos inofensivos. Nuestra edad está más inclinada a la risa que al llanto, aunque alguien crea que quise decir lo contrario. Y algunas veces, esa es la verdad, contamos cosas curiosas que alguno sabe y los demás ignoramos. Voy a contar alguna. Ya veremos cómo reaccionan los lectores.

¿Sabían ustedes que hubo un tiempo en que la autoridad civil castigaba, con multas de diez pesetas, a quienes se atrevieran a blasfemar en público? Hablar contra Dios, contra los santos, contra la Iglesia con palabrotas malsonantes era rigurosamente castigado. ¡Nada menos que con diez pesetas, que no era moco de pavo! Lo que tal vez no sepan muchos de ustedes es que la última persona castigada así en España por las autoridades civiles fue el bailarín Antonio. No hablo de Antonio Gades, que es más reciente, sino de Antonio el de Rosario. O sea, el mejor bailarín del mundo.

Hay quien dice que el gran Joaquín Cortés, que actualmente parece ser el mejor entre los mejores, si lo comparáramos con Antonio a secas, sería tanto como comparar a un gigante con un pigmeo. Pues bien: Antonio tenía la lengua un poco rápida y decía lo primero que le llegaba a la mente. Y debió ser gorda la blasfemia cuando la autoridad lo castigó con dureza. Ya digo que fue el último. Hoy, solo la Iglesia puede entrar en estos asuntos. Usted confiesa su pecado, se arrepiente y ya está. Pero ¿verdad que esto de la blasfemia se oye cada dos por tres, incluso en chicas de buen porte, que parecen niñitas bien educadas, de buenas familias y alumnas de colegios de monjas?

Esta es la primera anécdota que quería contarles, más que nada por su antigüedad. Voy contarles otra. Seguíamos en la plaza y vimos cómo una parejita joven se demostraba su amor de la manera más atrevida, más descarada, más... lo que ustedes quieran. Y una señora de muy buen ver le dijo a su marido (perdón: quise decir compañero sentimental, no sea que...), absolutamente indignada:

-¿Tú ves eso? ¡A lo que hemos llegado! Este mundo termina mal. ¡Qué repoquísima vergüenza. ¡Delante de todo el mundo!

El marido, o lo que fuera, muy tranquilo, le respondió:

-Se te olvida un detalle. Eso hubiera estado mal en tiempos de Franco, que era el nombre que tenía esta plaza. No te olvides que, siendo alcalde don Juan Manuel de León, la plaza pasó a llamarse Plaza de la Libertad. ¿Por qué quieres tú limitar las libertades? No te ofendas, no te encolerices, no protestes, no hagas el ridículo asustándote por esas insignificancias.

Para quitar hierro a la cosa, cambiamos de tema.

El otro día le alquilé a Juan un apartamento. Nada más llegar a un acuerdo, Juan se encontró a su amigo Gregorio y le dijo: acabo de alquilarle un apartamento a Carlos. ¿Qué opinan ustedes? ¿Le alquilé yo a Juan un apartamento o Juan me lo alquiló a mí?

Voy al diccionario de don Manuel Seco, décima edición, y se lava las manos. También se lava las manos la Academia, que da por buena la frase de Juan y la de este que les escribe. No me da rabia por la Academia, pero sí por don Manuel Seco. Este señor, académico como ustedes saben, está muchas veces contra sus compañeros de la calle Felipe IV de Madrid. ¿Por qué no me da la razón ahora, aunque se enfrente a la dichosa Academia?

Se terminaron, por hoy, las anécdotas.