Durante la guerra fría se prodigaron los genios del ajedrez en la Unión Soviética y sus países satélites. La intención oficial era mostrarle al mundo que la excelencia solo existía en las filas del comunismo, mientras que el capitalismo no solo era un crimen contra los derechos del proletariado sino también un erial de inteligencia y cultura. Una idea heredada por la rancia izquierda española, aunque mejor no perder el tiempo con asuntos carentes de remedio.

Muchos de aquellos grandes ajedrecistas rusos -soviéticos en general, aunque también yugoslavos y algunos más- escribieron libros sobre el llamado juego ciencia. Uno de ellos fue Alexander Kotov, ingeniero nacido en Tula en 1912 y fallecido en Moscú en 1981, autor de "Piense como un gran maestro"; un tratado breve pero denso y muy difícil de leer que dista mucho de lo mejor que uno puede elegir para dominar el ajedrez en sus más altos niveles. Todo lo contrario, ya que estamos con esto, a los cuatro sublimes tomos del argentino Grau, muerto prematuramente en 1944. Hablamos de gente que no nació precisamente ayer.

Lo mejor de "Piense como un gran maestro" se condensa en un par de párrafos al principio. Unas resumidas líneas que enseñan algo muy útil para jugar al ajedrez, sin duda, pero muchísimo más remunerativo a la hora de enfrentarnos a los problemas de cada día. No solo a las grandes decisiones financieras o de cualquier tipo; también a las pequeñas decisiones que hemos de abordar frecuentemente sin necesidad de ponernos a pensar en ellas porque, ¿para qué?

Cuenta Kotov en los prolegómenos de su libro que una vez fue invitado a la clausura de un torneo en el que participaban jugadores de primera categoría. Como la ocasión exigía que les diese una pequeña charla, les preguntó de qué quería que hablase. Lo abrumaron con peticiones. Uno pedía que les mostrase alguna combinación interesante sacada de sus propias partidas, otro que les explicase cómo jugar la defensa siciliana y así toda una larga retahíla. Kotov decidió atajar. "¿Saben ustedes pensar?", preguntó a sus oyentes. Sin darles tiempo a responder, les expuso una situación a la que se enfrentaban con frecuencia. En un momento de la partida podrían elegir entre mover la torre o el caballo. Analizada la posibilidad de la torre, el jugador no queda convencido de que sea lo mejor. Prueba con el caballo. Eso tampoco conduce a nada. Vuelve a la torre. No, por ahí se acaba mal. e nuevo piensa en el caballo. urante un tiempo salta de una a otra ficha sin decidirse por ninguna. Entonces mira el reloj que controla el tiempo de la partida y advierte, ¡qué desastre!, que ha perdido más de media hora sin llegar a nada. Como los minutos siguen pasando, se fija en un alfil en el que no había pensado hasta ese momento y lo mueve sin ningún tipo de cálculos; como suele decirse, sin encomendarse ni a ios, ni al iablo. Al final, todo en manos del azar. Cuenta Kotov que sus palabras fueron interrumpidas por aplausos. Aquellos jugadores, además, se reían de sí mismos porque alguien acababa de evidenciarles las amarguras que sufrían en las competiciones.

Conté esta anécdota hace pocos días ante dos políticos -uno en activo, jubilado el otro- mientras comentábamos la situación de Canarias y el resto de España; una de esas conversaciones fútiles en las que pretendemos salvar el mundo. Mucha intrascendencia de principio a fin, salvo el planteamiento de Kotov. El ajedrez, las matemáticas de forma mucho más amplia, poseen la estimable virtud de esquematizar los problemas para que sean más comprensibles. Un mapa de carreteras no muestra todas las curvas que hay entre Santa Cruz y Taganana, que son muchas, ni siquiera todos los árboles que crecen en las cunetas, que son pocos. Muestra la información necesaria para que alguien que no sea obtuso de nacimiento pueda encontrar el camino con relativa facilidad.

No se trata de pensar como un gran maestro o un genio en cualquier materia merecedor del Nobel correspondiente; basta simplemente con recurrir un poco, solo un poco, a ese compendio de inteligencia esencial que denominamos sentido común. Nos está ocurriendo con el petróleo, con el modelo de educación, con la sanidad pública; con todo. En el caso del oro negro nos movemos entre la torre de las prospecciones y el caballo enloquecido sobre el que cabalgan Rivero y otros sin saber a qué atenernos, mientras el moro nos mueve el alfil a nuestras espaldas aunque sin ocultarse. El moro, el gabacho, el teutón o el british; aquí el que no saca tajada es porque no le apetece. La opción sería, por lo que respecta al petróleo, analizar qué ventajas pueden obtener estas Islas de las prospecciones y luego, si hubiese lugar, de la extracción de esos recursos. A continuación habría que analizar igualmente las ventajas y los inconvenientes de renunciar a esa riqueza potencial, considerando que los marroquíes están haciendo lo que en lógica haría cualquiera sin importarles nuestro debate regional, engaño a Rivero incluido, salvo para reírse de nosotros a mandíbula batiente.

Lo mismo procede hacer con el sistema educativo. ¿Es no ya lógico sino simplemente sensato que prolonguemos indefinidamente los debates políticos, junto con las algaradas callejeras, mientras seguimos teniendo los alumnos con peores resultados entre los países desarrollados?

No pensamos porque no nos han enseñado a pensar, y no nos han enseñado porque quizá son muchos los interesados en que no pensemos. Unos alumnos con capacidad de raciocinio para evaluar a sus profesores, por seguir con el tema, le sacarían la tarjeta roja directa a la mitad de ellos y la amarilla, como primera y última advertencia, a la mitad de la otra mitad. Porcentaje que se aproximaría al cien por cien si los examinados fuesen los políticos.

Qué distinta sería nuestra vida si nos atreviésemos a meditar lo que hacemos no ya con la sofisticada cabeza de un gran maestro, sino al menos con la simple pero sensata intuición del más humilde hijo de vecino.

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