Comienza la temporada de comilonas. Ya fue la de los artilleros por Santa Bárbara, y antes de Navidad aún quedan algunas más. Hoy toca hablar de la más entrañable, la de hermanos y cuñados, que cada vez es más triste, pues somos menos a comer. Aunque intentamos que el ambiente sea ameno, siempre están presentes los ausentes, y la realidad es que echamos mucho de menos a nuestros seres queridos que han quedado en el camino. En mi caso, y posiblemente el de la mayoría de familias con gente de mi edad, añoramos otros tiempos de reunión, en el que a pesar de los sinsabores de la guerra, la escasez de la postguerra, el racionamiento y tantas y tantas adversidades, por la educación recibida por nuestros padres, nos tomábamos aquellas dificultades con risas, con fortaleza y ánimo, y no exentos del espíritu combativo en el que nos forjaron.

Entre las conversaciones del almuerzo fraternal, hablamos de muchas cosas, y salió a la palestra uno de los que ya no están. Mi hermano Domingo era un pedazo de pan, tenía un carácter muy parecido al de nuestra madre, y de joven le encantaba vestir bien, por eso era el terror de las chicas de la época, que decían que era guapetón, vistoso y muy novelero. Tuvo suerte encontrando la pareja ideal en una ecónoma de primera división, mi cuñada Mercedes. Con ochenta y tres años, sigue siendo una mujer de carácter que lo guió por el camino de la vida, amansó sus trivialidades, y lo convirtió en un estupendo padre y mejor esposo. Los años no han frenado sus recuerdos, y junto a mi cuñado Jaime podrían escribir la historia de uno de El Toscal, uno de los barrios más significativos de Santa Cruz. No sería mala idea reflejar en un libro lo que ocurría es ese distrito, a través de las vivencias de tantos y tantos personajes de la zona, con distintas ocupaciones y especialmente con apodos muy singulares.

Ambos son libros abiertos, y es una pena que sus conocimientos no queden para la posteridad desde sus perspectivas y las de muchos otros protagonistas.

El lugar del encuentro fue el mismo de las últimas veces, la finca de Los Campitos, de mi hermana Pili y su marido. Forman una pareja luchadora, que ha conseguido el bienestar de sus hijos y nietos, no exentos de tristezas como en cualquier familia. Ella aprendió a cocinar con mi madre, y tiene unas manos exquisitas para los fogones. El menú del encuentro no tuvo desperdicio: embutidos, croquetas para chuparse los dedos, pulpo a la gallega, langostinos al ajillo, garbanzas, papas negras y un pescado de "Top Chef" de remate. De postre: gofio amasado, truchas, rosquetes, y quesillo casero, y una enorme y variada bandeja navideña. Todo regado con un tinto de Rioja, del que disfruté buenos tragos, ya que no conducía. Por cierto que el taxi me costó la barbaridad de 25 euros.

También mentamos a la matriarca, siempre en nuestra memoria, porque fue bondadosa y una fuera de serie para tener derechitos como velas a nueve hijos y los veintiséis nietos que llegaron después. Todos con diferentes profesiones y situaciones, sobreviviendo unos mejor que otros, pero con una meta común: convertirse también en buenos padres, excelentes maridos y mejores personas.

La reunión continuará hasta que no quede ninguno, las edades no perdonan, pero con la voluntad de estar juntos, querernos y respetarnos, nadie podrá doblegarnos. Solo quedamos tres hombres, y el resto son mujeres, incluida una hermana que lleva dos años sin asistir. Es una pena que por malentendidos, incomprensión o falta de comunicación pasen estas cosas, pero no hay mal que cien años dure y todo se andará. Ya estamos bastantes mayorcitos, y notamos que las fuerzas van fallando, por lo que espero no quede en saco roto la intención de reunirnos nuevamente en verano. No es que no sepamos nada unos de otros el resto del año, pero cada uno tiene su vida, y valoramos más estas inolvidables veladas porque estando juntos lo pasamos maravillosamente. Si no puede ser en el mismo lugar, me comprometo a hacerlo en casa.

En fin, aprovechen los momentos, que la vida se va en un suspiro.

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