Que hoy en día es normal que las parejas se divorcien y que esto no es sinónimo de que los cónyuges al verse solos se encuentren desesperados, ya que aunque ambos términos comienzan por la letra d, son distintos y distantes. Y miren, llevo desde hace tiempo dándole vueltas a la cabeza con este asunto, pues a algunos la soledad les hace salir a la búsqueda de nuevos amigos, cosa harto difícil, pues como decía mi abuela, hombres de los que se visten por los pies ya no quedan y mujeres - que no pretendan aparentar ser yogurcitos frescos, llenas de bótox, obsesión de gimnasio y bocas inexpresivas- tampoco. De los primeros se encuentran en las cafeterías más frecuentadas a muchos insustanciales, maduritos que andan marcando músculo, aparentando, pero que en cuanto les hablas de dos temas de actualidad - una mujer que sea libre pensante puede hacer que cualquier varón se sienta poca cosa a los cinco minutos de conversación con ella-se convierten en mierdecillas de diseño que buscan apariencia y si es posible solvencia económica.

Si se te ocurre entrar en una cafetería cutre, en un bar de gasolinera, de esos que hasta hace poco tenían calendarios de coches con modelos ligeras de ropa, fotos de equipos de fútbol y un mostrador grande, con sus albañiles comiendo el plato del día, te encuentras con las miradas del borrachín de turno y de los empleados del taller de chapa y pintura que hacen descanso para una cerveza. Debajo del televisor que nadie escucha, camareros con tatuaje en el dorso de la mano, a tu lado señores con mono de mecánico y alguna mujer de rostro cansado que apura un cortado antes de ir a limpiar la tercera escalera de la mañana. Estas pasan casi inadvertidas entre tantos hombres de apariencia ruda que se ríen a carcajadas del emigrante negro que vende baratijas, encienden sus cigarrillos en la puerta y le lanzan un piropo a deshora, generalmente elaborado con mal gusto.

Hace unos días hablé de este tema con un par de mujeres en la cafetería de un polígono industrial y, para asombro de muchos, me comentaron que en los bares de esa zona se encuentra a los hombres de verdad, currantes que huelen a sudor bajo el mono azul y llevan las manos encallecidas y ásperas, las uñas negras de grasa y hablan de fútbol en conversaciones en voz alta. Lo cierto es que cuando entras, dicen, notas cómo se callan de pronto todas las conversaciones, pero nunca recibes una grosería, ni un mal gesto, ni te molesta nadie. Al contrario, cuando creen hallarse delante de una señora son corteses, con esa amabilidad ingenua y ruda, algo torpe de quien no está acostumbrado a tratar con una dama, te sientes muy segura, pues si a alguno se le ocurriera molestar, seguro que más de uno intervendría para defenderte. Así que yo les comenté de esos otros bares y restaurantes de más nivel social, donde ejecutivos engominados y soplagaitas de diseño, todos con camisas y corbatas impecables, un teléfono móvil en el bolsillo y el aire de estar solventando vitales operaciones financieras internacionales, clavan sus ojos desde que aparece una mujer en la puerta y ponen ojitos, y posturitas, y se dan pisto de cazadores irresistibles, dedicando sonrisas que pueden resultar más insultantes que el piropo rudo de un mecánico. Es más, les dije que abundan los imbéciles que se acercan sin que nadie los llame y dicen: ¡oye, te conozco de algo! y pretenden hasta pagar la consumición.

Las tres coincidimos en que nos gustaba ese momento, el volvernos despacio, mirarles a los ojos y con ese desprecio sabio de alguien cansado, decirles -con palabras o sin ellas- ¡vete a babear con tu madre, imbécil! Y es que la cosa está muy mal, las mentes preclaras y la palabra inteligente hace tiempo que han dejado de estar de moda.