Me perdí la final televisada del torneo internacional de fútbol alevín en Arona. Solo llegué a ver los últimos cinco minutos: el resultado, el triunfo del Español, la derrota de Real adrid, la alegría del vencedor y la patética imagen lacrimógena de los perdedores. Chavales de once años, que salieron como favoritos, pero la suerte y la garra del contrario les hurtaron la victoria. La frustración del vencido se expresó como llanto colectivo de niños acostumbrados, en apariencia, a tenerlo todo y a ganar siempre.

Habrá respetables criterios que valoren la escena en positivo por aquello de la voluntad de ganar como virtud prioritaria. Pero a mí me afectó en sentido contrario, no por lástima hacia los pequeños, que también -por algo me siento madridista-, sino por el simbolismo distorsionado de unos valores, que me induce a la reflexión.

Ignoro la formación que reciben estos críos como complemento deportivo en los entrenamientos donde, además del músculo y manejo del balón, deben trabajarse la inteligencia y los conceptos morales.

También en casa han de cultivarse los principios éticos y la educación en valores. Elementos fundamentales para interpretar y asumir el deporte y la competición como complemento ideal en un conjunto de calidades humanas que, para la vida real, cualquier padre aspira infundir en sus hijos.

Hasta aquí, la teoría -o la utopía-. Porque merece estudio antropológico aparte y en profundidad, el comportamiento de algunos padres y madres -no todos- que con buen criterio, en principio, asisten como espectadores y apoyo emocional a los partidos del domingo por la mañana que sus hijos, alevines, disputan en su barrio o en el del vecino cuando toca fuera. Pero el espectáculo se sirve en sartén candente cuando el árbitro le pita una falta a su niño, o no expulsa al contrario, facineroso hijo de tal, que le puso una zancadilla cuando estaba a punto de marcar, y ni siquiera pita penalti ese desgraciao, sobre el que llueven insultos a mansalva .

La energumenización (perdón por el palabrejo) paterno, o materno-filial, trasciende sin duda al ámbito familiar, y por ende, a los comportamientos sociales y humanitarios que, a la vista está, adolecen de la falta de entidad deseable en una convivencia cívica que todos, de arriba abajo y de izquierda a derecha, debiéramos cultivar sin reservas y con dedicación exquisita a la formación de quienes, en pocos años, serán o deberán ser, artífices y responsables de una infraestructura socio-cultural que exige ser cultivada desde las bases.

No cabe duda de que el deporte en general y, en particular, campeonatos ejemplarizantes como el aquí comentado, son parte importante de ese proceso formativo que, por ideal y utópico, no deja de significar una meta u objetivo a alcanzar con intención de excelencia, como base para un estado de bienestar que comienza allá donde acaban las penurias de comportamientos improcedentes.

Un dicho inglés -ellos, que han inventado casi todas las modalidades deportivas- me parece muy aleccionador: "El rugby es un deporte de villanos jugado por caballeros, y el fútbol es deporte de caballeros jugado por villanos". Es evidente que el protocolo instituido en el reglamento del rugby, cumplido con exquisitez por sus practicantes, nada tiene que ver con actitudes poco edificantes y escenas de violencia relacionadas con el fútbol.

Cierto que se ha visto llorar a algún futbolista profesional por perder, por ejemplo, una final de Champions, pero puede ser un lloro anexo a la cuantiosa prima que dejará de cobrar por un mal resultado.

Convendría explicar a estos chavales, futuros fenómenos, figuras en ciernes, que hay que guardar las lágrimas de hombre para situaciones que las merezcan, en un mundo de penurias humanitarias, donde una sola lágrima sería gesto de solidaridad con el copioso llanto del hambre, la miseria y la desgracia de tantos otros seres desfavorecidos.

En casos como este, `puede suponer hasta una falta de respeto al adversario, que no es un enemigo a quien odiar y menospreciar, sino un compañero de fatigas, que juega en otro equipo pero es un semejante. El amigo al que felicitar por su éxito, sin resentimiento ni llantinas de frustración.

Hay que aprender de deportistas ejemplares y de su comportamiento, tanto en la victoria como en la derrota. ¡Vamos, Rafa!

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