Hace muchos, muchos años, en el remoto poblado de Kaffa, en Etiopía, vivió un muchacho llamado Khaldi. A pesar de su corta edad era muy determinado y trabajaba desde muy temprano para ayudar a su familia. Khaldi era un soñador y se sentía feliz imaginando que algún día viviría mejor, con su familia y sus vecinos del poblado. Khaldi despertaba muy pronto y antes de que los gallos cantaran ya había realizado muchas tareas para sus padres. Cuando estos despertaban había barrido el entorno de la cabaña de adobe cubierta de hojas de palmera en la que vivían, cortado algunos maderos de leña y acarreado algunos cubos de agua desde el cercano río. Luego hacía los preparativos para salir con el rebaño de cabras a pastar en los prados cercanos.

Las cabras pertenecían al padre de Khaldi, uno de los miembros más sabios y ancianos del poblado. Con las primeras luces del día Khaldi salía con sus cabras, cruzando el poblado para seguir por un camino estrecho, empinado y polvoriento, hasta llegar a una extensa llanura con abundantes pastos de color verde intenso y arbustos de un verdor no menos vivo. Mientras las cabras pastaban, bajo la sombra de una higuera, entretenía su tiempo tocando una flauta hecha con un trozo de madera y admiraba el panorama de las tierras y montañas que divisaba en la distancia, recortando su silueta en el intenso y limpio azul de los cielos etíopes. Pronto sintió sueño, había despertado mucho antes del amanecer, muchos antes del canto de los gallos. Khaldi quedó dormido y empezó a soñar. Soñaba con sus ojos bien abiertos, en realidad no dormía pero soñaba con cosas que estaban en su imaginación. Soñaba que de mayor sería tan sabio y tan respetado como su padre y que algún día tendría su propio rebaño, con tantas cabras o más que las de él.

Un día, mientras estaba sentado a la sombra de una higuera, ocurrió algo que cambiaría su vida. Una de las cabras, en realidad un macho cabrío de larga barba y unos cuernos también largos, comenzó a correr y a saltar muy excitado alrededor suyo. Pronto Khaldi advirtió que su cabra estaba bailando, dando vueltas en círculos, haciendo remolinos con sus largos cuernos, con una energía que le pareció salvaje. Era un espectáculo sorprendente y maravilloso. Khaldi no sabía qué pensar pero tampoco sintió temor ante aquel macho cabrío que saltaba juguetón alrededor suyo con tanta energía y en el camino de regreso pensó que quizás todo había sido un sueño. Estaba seguro que tenía sus ojos abiertos y que aquello había sido bien cierto, pero ¿quién había visto antes una cabra bailando?

Al día siguiente, Khaldi volvió a su rutina de cada día, pero al sentarse a la sombra de una higuera estaba decidido a averiguar cual era la causa de aquel extraordinario suceso. Tan temprano como aún era, con sus ojos bien abiertos, mientras sus cabras pastaban miró a lo lejos la silueta de las montañas y admiró las últimas estrellas que aún brillaban, colgando como rubíes del hermoso cielo de Etiopia. Al cabo de un cierto tiempo despertó de su sueño que no eran sueños y vio que el macho cabrío de larga barba y largos cuernos se había apartado del rebaño y estaba allá en la distancia, mordisqueando unos frutos rojos, tan brillantes como los rubíes rojos que había imaginado en sueños, colgando del cielo en el amanecer etíope. Vio que el resto del rebaño se unía al macho cabrío y también comían aquellos frutos maduros y rojos brillantes como rubíes. De pronto, como en un sueño, todas las cabras bailaban y daban vueltas en círculos. Abrió y cerró sus ojos sucesivamente hasta estar seguro que no era un sueño. ¿Alguien vio alguna vez unas cabras bailando? Unas cabras felices y bailando después de comer los frutos rojos y brillantes, que colgaban de aquellos arbustos verdes e igualmente brillantes.

Con determinación, Khaldi mordió uno de aquellos frutos y percibió un sabor algo amargo. Algunos minutos después sintió que su corazón latía cada vez más rápidamente y pronto se sintió también, como sus cabras, lleno de energía. Y también sintió ganas de bailar. Como sus cabras.

Y así, mientras hacía sonar su flauta, bailó y saltó camino del poblado, con su rebaño de cabras que saltaban y bailaban dando vueltas en círculo. Por la noche, Khaldí relató a su padre aquel extraordinario suceso y le mostró aquellos fruto rojos que brillaban como rubíes bajo el hermoso cielo azul de Etiopía. Khaldi y su padre compartieron aquel fruto con sus vecinos del poblado y mas tarde comerciaron con él, haciéndolo llegar a otros poblados de Etiopía. Y desde allí hasta el Yemen y a otros lugares del mundo, desde Java a Brasil y Colombia y desde Guatemala y Cuba hasta Indonesia. Y ahora, muchos, muchos siglos después de que Khaldi, el joven soñador que un día vio a sus cabras bailar después de comer un fruto rojo y brillante como los rubíes, aquel fruto originario de Kaffa es apreciado en todo el mundo por su café rico y aromático.