Sucedió el día 28 de diciembre de 2013: se iba a celebrar el día 29, el día de las familias, en la plaza de Colón, de Madrid, con un alcance internacional. Porque el Papa Francisco, antes de comenzar la misa del domingo, enviaría un mensaje desde la plaza de an Pedro, a las familias de todo el mundo, en especial a las de Hispanoamérica. (Un grupo singular, desde Roma, marcharían, en febrero, como voluntarios, con sus esposos, esposas e hijos, a diversas naciones de misión).

Mi vivencia particular tuvo lugar el día anterior, a final de la tarde, en que se instaló una carpa, para hacer oración eucarística. Pensé que, al menos, por testimonio, aunque con prisa, decidí conocer la carpa. Y orar. Llegué desde la calle Génova a Colón. Con mucha gente. Estaba la gran Cruz, a cuyos pies habría de celebrar al día siguiente, domingo, la eucaristía. No la veía la carpa. Di la vuelta a toda la plaza. Estaba ya cerca de la calle errano. Me parecía que, por aquel camino, las personas, con cierta prisa, se iban acercando, a lo que nosotros mismos, habíamos imaginado como una "tienda de campaña" en grande.

Vislumbré una entrada. (Al salir, comprendí que era la "salida". El vigilante me indicó que estaba completo. No sé si por mi edad, o ante la insistencia, o por la brevedad de la visita, me dejó entrar. Me quedé impresionado: era una gran carpa, casi como la de un circo. Una luz ondulante nos descubría, como un cielo con estrellas y luces. Cinco o seis filas de asientos con adoradores. Me quedé embelesado al contemplar, en un redondel en el centro, una estatuilla poliédrica blanca. A lo alto, se alzaba una hermosa custodia, con una forma consagrada. A los cinco minutos de estar de pie, una persona se levantó. Me cedió el sitio. Cercano a los confesionarios. Con sillas, bis a bis. Las velas al pie de la custodia se renovaban constantemente.

A mi izquierda, entró un matrimonio joven, con cinco hijos. Uno en brazos de la madre; otro, en cochecito. Los tres se pusieron de rodillas. Devotos. Impresionados, como nosotros. Por el silencio. Las luces, la oración. Juguetearon luego con las velas. Avisaban cada diez minutos para que los que estuviesen sentados, saliésemos para poder entrar otros. Yo me había, sin embargo, puesto a meditar, rezar, compartir la oración. Fueron tres cuartos de hora. alí sin prisas. Había para entrar dos grandes hileras de matrimonios, de jóvenes, de niños. Pocas veces, eucarísticamente, había estado tan enfervorizado. Como si preparase una primera comunión.

(*) Académico. Jurista.