Siempre he tenido la vaga idea de escribir una novela titulada "Martes de Carnaval". Jamás he precisado cuál podría ser su argumento ni cuáles sus personajes. Tan solo he tenido claro el marco: los Carnavales de Tenerife -escritos con mayúsculas- en el día apoteósico de la fiesta. Podía ser una pareja de amantes que huyen de sus bien organizadas vidas cada cual en sus imperfectos -o fastidiosos- matrimonios con alguien a quien ya no quieren; podía ser un grupo de hippies -o meros grifientos al uso- que se dejan caer por la Isla en esta época para tocar el tambor -amén de las pelotas del vecindario de la calle del Castillo y aledaños- o maquillar al personal a cambio de un modesto donativo; podía ser, en términos generales, cualquiera o cualesquiera porque de los Carnavales de Tenerife puede surgir cualquier historia.

La única duda inquietante acerca de este proyecto literario que nunca he consumado -esencialmente porque jamás he tenido la mínima determinación de hacerlo- radica en el propio título; es decir, para mi congoja lo único inservible por falta de originalidad es a la vez lo único que tengo sustantivado de esa improbable obra. Lo es porque en un vago rincón de la memoria quiero entrever el recuerdo, polvoriento y cubierto de telarañas pero recuerdo a fin de cuentas, de que alguien escribió en su día una novela titulada precisamente "Martes de Carnaval". Un individuo que, como muchos otros, tal vez deslumbrado por el éxito de los escritores con fama e ingresos, un día se levantó de la cama convencido de que lo suyo eran las letras. Ni corto ni perezoso -afanoso sí que era-, se puso manos a la obra y al poco tiempo dio a conocer su primera creación. Permítanme que no cite el título porque hacerlo implicaría descubrir al autor y no quiero zaherir a nadie. Como libro cómico no estaba mal habida cuenta de la profusión de expresiones tales como "metió la mano en el agua y la sacó mojada". Personalmente me recordaba a otro libro escrito por un periodista tinerfeño, antaño sobradamente conocido en la vida social nivariense, que recogía genialidades del tipo "era de noche y, sin embargo, llovía".

El caso es que aquel escritor de novelas tipo la mano mojada que sale del agua dio a la luz del mundo literario un par de obras similares. obra decir que el fracaso de lectores fue absoluto. Desmoralizado, visitó a su medio amigo Alberto Vázquez-Figueroa en su casa de Madrid para contarle sus cuitas. Figueroa lo escuchó con un ojo cerrado y el otro sólo medio abierto sin interrumpirlo hasta que terminó. "Óyeme una cosa", le dijo. "A mí no me importa que quieras ser tan bueno escribiendo como yo. Ya puestos, ni siquiera me importaría que quisieras ser el doble de bueno que yo, ni cuatro veces mejor que yo, pero que pretendas ser diez veces mejor que yo, que ya tengo unos cuantos años de oficio, me jode bastante". "¿Por qué dices eso?", preguntó confuso el escritorcillo de edad madura. "¿Por qué? Pues porque al principio yo escribí quince novelas que nadie publicó. Y después otras quince que se publicaron pero que nadie leyó. Tuve que esperar a la treinta y tantos para dar el cañonazo, pero tú quieres tener éxito con la tercera.".

Esa novela del éxito inicial, dicho sea de paso para satisfacer la curiosidad de los seguidores de Vázquez-Figueroa, fue "Ébano". Para mí la mejor que ha escrito, si bien es "Tuareg" la que ocupa el primer lugar en ejemplares vendidos en todo el mundo, pues también es la más traducida. En Alemania, además de figurar entre los libros más vendidos, reavivó el interés de los teutones por el áhara y sus personajes. Acotaciones literarias al margen, el lenguaje es claro: no escasea la inteligencia sino la constancia. Una lenta tortuga que se ponga a caminar llega más lejos que un veloz guepardo tumbado sobre la hierba de la sabana.

"Martes de Carnaval" no por falta de originalidad pero "Domingo de Carnaval" puede que sí. El viernes -¡cuántas cosas me ocurrieron el viernes!-, mientras los empleados de varias tiendas del centro santacrucero protegían sus escaparates con plásticos impermeables -limpiar los meados aún húmedos a la mañana siguiente no debe ser tarea grata para nadie-, unas cuantas señoras ya añeras pululaban por las calles disfrazadas y con pinturas en el rostro un tanto sensuales. Todavía faltaban unas horas para la cabalgata anunciadora de las fiestas pero ellas ya estaban por allí. Ellas y ellos, pues también menudeaba el personal masculino en las mismas circunstancias. Mi amiga Eva, una polaca que habla siete idiomas, se sorprendía cada año por estas fechas de que una compañera suya -una dependienta de tienda igual que ella-, separada, madre de un niño pequeño y embarazada de otro, refugiada en casa de su madre pues no le alcanzaban los ingresos para vivir por su cuenta, únicamente se preocupase por el disfraz que se podría hacer y que su progenitora le cuidara al niño para salir con las amigas al menos un par de noches. Eso no cabía en la muy bien ordenada cabeza de una centroeuropea con una brillante licenciatura en Filología española, obligada por su condición de extranjera -entonces Polonia no formaba parte de la UE- a trabajar en una tienda cuya dueña, tan soberbia como ignorante, no la maltrataba más porque no le daba tiempo. Bien es verdad que Canarias sigue estando a mucha distancia del corazón del Viejo Continente, y no estoy pensando en la distancia geográfica.

on multitud quienes viven todo el año pensando en el Carnaval. Otros, pues siempre ha habido gente "pa''too", sobreviven semana tras semana hablando del Madrid o del Barcelona -los demás equipos de fútbol han quedado reducidos a meras comparsas, ya que estamos con las carnestolendas- o pensando en lo bien que se lo van a pasar en las vacaciones estivales. "La vida mejor" aplazada a momentos puntuales del futuro y sustentada en retazos, igualmente anodinos, del pasado. Así es Tenerife y su Carnaval.

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