Una cosa es apaciguar y otra, muy distinta, morirse. Sin embargo, en política internacional, y según con quienes, una cosa lleva a la otra. Por apaciguar a Hitler, las democracias europeas le permitieron remilitarizar Renania, anexionarse Austria, intervenir decisivamente en la victoria de Franco en la Guerra de España, invadir los Sudetes y apoderarse acto seguido de Checoslovaquia entera. Cuando, visto lo visto, Hitler decidió hacerse con Polonia a medias con la RSS, los apaciguadores descubrieron que la bestia, lejos de haberse apaciguado, se disponía a comérselos también a ellos. Entonces, tarde y mal, reaccionaron, cuando aquella "política de apaciguamiento" había favorecido, generado, la segunda gran Guerra que se cobró la vida de 60 millones de seres humanos y que redujo a cenizas Europa.

En los Sudetes se hablaba alemán, y en Crimea, ruso, pero en todas partes de habla algo, si bien, a menudo, para no entenderse. En el endiablado mapa político de Europa, cuyas fronteras han bailado frenéticamente a consecuencia de las guerras y hasta de los venáticos caprichos de los dictadores, casi nada es lo que a lo mejor debiera, pero el respeto a la legalidad internacional que consagra la inviolabilidad de las fronteras y de las soberanías nacionales tiene que ser absoluto, a menos que se pretenda reinstaurar, en su versión más implacable, la ley de la selva. Así pues, la tibia, dubitativa y casi testimonial respuesta a la invasión rusa de crania no apacigua nada el indisimulado apetito neoimperial de Putin, sino antes al contrario.

Aunque la cuestión de Crimea (de Europa oriental, en realidad) es enormemente compleja y enrevesada, y aunque las imágenes que nos llegan de la invasión rusa son delirantes, con esos soldados fantasmagóricos y esa población en apariencia favorable, no puede olvidarse que en el fondo lo que se juega en ese tablero es el valor supremo que trasciende las fronteras: la vida humana. Las muchas que cuatro locos pueden exterminar tras el telón de la política de apaciguamiento.