Desde las alturas de los poderes se tiende a minimizar el furor de la calle. A minusvalorar el grito airado de quienes se sienten traicionados por sus representantes, al de los insatisfechos, de los desposeídos... Cierto que, a veces, este grito se mezcla con el de los oportunistas, con el de quienes piensan que ''cuanto peor, mejor'', con los susurros sibilinos de quienes se posicionan por principio, rencorosos, contra el sistema. Pero no por ello conviene desoír lo que la calle nos dice.

Primero fueron los indignados en sus diversas versiones, unos ecos que ya quedan atenuados por los absurdos extremismos de algunos, que incluso querían secuestrar, decían, el Parlamento, que es la sede de la representación ciudadana. Ahora, son las marchas de la dignidad, que quieren confluir en sus protestas diversas este fin de semana.

Pregunté este miércoles al alcalde de una importante, histórica y culta ciudad castellana si no le preocupan los ocasionales estallidos de crispación que agitan ocasionalmente, véase el caso del burgalés barrio de Gamonal, la tradicional paz de las viejas capitales provincianas, porque lo de Madrid, ese manifestódromo de todo y contra todo, es ya algo bien distinto. Le dije si no pensaba que acaso va siendo hora de introducir nuevos esquemas de gobierno en las ciudades, en los esquemas regionales, en la gobernación central.

El alcalde, hombre cabal pero disciplinado al "aparato" de su partido, quiso achacar esos estallidos a causas exógenas: los famosos agitadores. Que los hay. Pero con eso no se explica la globalidad del fenómeno, le dije.

Hay descontento, vaya si lo hay, en uno de los países en los que la desigualdad entre los ciudadanos está creciendo más rápidamente, según muestran las estadísticas. Esta es una de las naciones democráticas en las que el poder es más impermeable, está más anclado en el "no" a cualquier iniciativa que surja de la ciudadanía, se muestra menos proclive a dar explicaciones.

No saldré a la calle a unir mi protesta a las de otros por los que no me siento convocado. Pero no puedo dejar de mirar con inquietud, y hasta con algo de simpatía, unas marchas que se reclaman por la dignidad. Porque es inútil seguir intentando restar a la sociedad civil el poder y la importancia que les corresponde, como si el hecho de votar cada cuatro años justificase ya plenamente una democracia. Y no es eso, no es eso.