Escribo todavía con la visión y el sonido de los tambores al paso solemne del entierro del que fuera el primer presidente de la transición democrática de este país, inacabable reino de taifas. Trayecto que derivó hacia una libertad de expresión que sería impensable para los que crecimos bajo la influencia del nacional-catolicismo imperante; donde hasta el clero intervenía para apoyar descaradamente el régimen dictatorial, promulgando una conducta moral tan estricta que hacía imposible una relación normal como la que hoy practica la juventud actual, en un clima de igualdad de oportunidades para ambos sexos.

En cuanto a la prensa, totalmente controlada, sólo se conocía lo que al Gobierno le interesaba difundir, y por tanto si se quería saber lo que acontecía en el país había que sintonizar las radios clandestinas más allá de los Pirineos, o leer con retraso los artículos que se publicaban en los diarios extranjeros mucho más liberales. De modo que entre inauguración de pantano y pantano, la vida discurría en un limbo premeditado que nos mantenía aún en la creencia de que los niños venían de París en el pico de una cigüeña.

Inesperadamente todo eso cambió un 20 de noviembre, y mientras los retrógrados paquidermos del régimen se aprestaban a practicar la máxima de "todo atado y bien atado", surgió la figura de un monarca que sabía que su continuidad política pasaba por un cambio radical de orientación, abriendo las puertas a la libertad de las ideologías. Y para ello contó con el apoyo de Adolfo Suárez, recién desaparecido tras una larga y penosa enfermedad, un hombre maleable, en principio, como él lo fue durante la dictadura, que militó sin absoluta convicción en el seno del único partido existente. Y fue esa definida carencia ideológica lo que le hizo ser más dialogante para entender y convencer a derechas e izquierdas de que tenían que ceder en sus postulados y remar juntos en dirección hacia la democracia. Y así se hizo, aunque llevando consigo más de un remero inadecuado, reacio a perder la cuota de poder que ya ostentaba en el anterior régimen y que, más pronto que tarde, dejaría en la estacada al que le otorgó su confianza, desligándose para supuestamente practicar sus propias directrices, aunque previamente uno de los puntos más álgidos de la legislatura -el 23F fue la puntilla- ocurriría cuando se decidió legalizar al partido comunista un 9 de abril de 1977, sábado santo, como premonitoria resurrección de la pluralidad democrática; porque Suárez no concebía convocar elecciones sin la presencia de todas las tendencias ideológicas. Acción que no gustó al Ejército, mediatizado aún por la derecha cavernícola, a los que el líder abulense logró convencer con su habitual talante y el siempre importante apoyo del Rey.

Permitir, entonces, que los comunistas manifestaran libremente sus postulados, cuando aún se les dibujaba con garras y colores rojizos en las revistas controladas por el Estado, supuso una sorpresa para el pueblo llano que contempló la ausencia de diferencias físicas respecto de ellos. Yo mismo me sorprendí en un avión escuchando en el asiento contiguo una expresión en boca del propio Marcelino Camacho, diciendo que había que eliminar la hoz y el martillo de la bandera y predicar el eurocomunismo de Santiago Carrillo; o lo que era lo mismo, cambiar para sobrevivir. Porque hoy por hoy, y por fortuna, los regímenes autoritarios terminan por extinguirse. Y eso fue lo que erradicó, a su modo, Adolfo Suárez, aunque tuviera luego que dimitir por falta posterior del suficiente apoyo monárquico y la rebelión de sus "barones".

Muerto para la vida y perpetuado para la Historia con sus luces y sombras, en Canarias hemos sabido concordar con un hombre que nos ayudó a ser más libres, y que cumplió, mientras gobernó, con las demandas de un pueblo que continua luchando por su soberanía. Descanse en paz el hombre que quiso ser aglutinador de un reino de taifas.

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