Aunque bien es cierto que en determinados barrios -Chamberí, por ejemplo- es patente que la imaginación arbórea y jardinera están condenadas, debe reconocerse que Santa Cruz de Tenerife presta atención al embellecimiento de calles, rincones, avenidas y ramblas con mimo y exquisita sensibilidad. Desde la zona de las piscinas por la que empieza la autopista hacia La Laguna hasta pasados los lindes del parque García Sanabria, sin obviar la parte alta de la plaza Weyler o toda la zona baja, plaza de España incluida, hay decenas de ejemplos. Y estos reflejan el gran interés que desde hace muchos años la ciudad muestra por el ornato externo.

Pero no en toda su geografía, insisto, en cuanto que hay barrios casi abandonados a su propia desgracia, siempre suburbios obreros que son quienes más mimo y atención necesitan por los propios condicionantes de sus estructuras. Se trata de bloques antiestéticos, cajones de cuatro plantas con pequeñas solanas que sirven de tendederos. Son barrios que, tal en cualquier ciudad, ni son caminos de paso ni tienen atractivos para los demás. Yo estoy seguro de que muchos santacruceros jamás ha pisado aquel distrito que pongo como ejemplo. De la misma manera que miles de residentes en la capital grancanaria jamás han visitado El Polvorín. Y eso que no me refiero al de hace quince años: lo caminé para llevar a su casa a un alumno accidentado. (Fue una gran alegría descubrir que, a pesar de todas las circunstancias negativas, había muchísima gente joven en aquel suburbio capitalino capaz de superarse a través de los estudios, notables esfuerzos y trabajos para buscar salidas personales).

En Santa Cruz de Tenerife aprovechan cualquier rincón -restos de un viejo solar, por ejemplo- para acomodar coquetos y a veces elementales jardines, condicionados las más de las veces por las propias dimensiones de la parcela. Pero que a pesar de sus limitaciones crean natural belleza, despiertan sensibilidades, armonizan con sus policromías las miradas que muchas veces se serenan ante aquel impactante espectáculo de flores, plantas, geometrías... Son oasis perfectamente engarzados para relajar mentes y cuerpos ante bellezas naturales que una sabia mano supo crear en tales esquinas, recovecos o escondites con imaginación e interés.

Y tan prodigada presencia de jardines echa por tierra la excusa fácil y torpona de algunos concejales o alcaldes que hablan de extraordinarios gastos de mantenimiento. Bien es cierto que plantaciones, cuidados, riegos... significan inversiones euriles en apariencia a fondo perdido. Pero no puede olvidarse que cuando de beneficiar a los ciudadanos se trata no todo puede ser medido por la vara de los rendimientos económicos, en absoluto. Y aunque desconozco presupuestos, también Santa Cruz -como Las Palmas de Gran Canaria- sufre los condicionantes que todos conocemos. Sin embargo, qué diferencias, qué contrastes: políticas inteligentes, visiones nada materializadas de ciertas cosas, sensibilidades y buen hacer crean belleza en Santa Cruz y, por tanto, la hacen más atractiva no ya solo para sus habitantes sino para quienes llegamos de fuera. Y eso invita a caminarla, a recorrerla, a dedicarle más tiempo del previsto.

El Palmétum es el más reciente ejemplo de cómo clarividencia, agudeza, sentido común, ingenio y la imaginación que reclamó el Mayo Francés en 1968 ("¡La imaginación al poder!") son capaces de crear obras de ingeniería -desde escombreras y vertederos- como la recién inaugurada en aquella ciudad. Impresionante recorrido por cuatrocientas y tantas especies de palmeras de todos los continentes que empezaron a plantarse con atención científica desde 1990, veinticinco años atrás, visión de futuro de quienes idearon la obra que hoy otea desde su atalaya de cuarenta metros la costa sur de Tenerife, el macizo de Anaga, la parte baja de la ciudad... Aquel inmenso jardín botánico (doce hectáreas) especializado en palmeras, árboles frutales exóticos, otros de zonas semidesérticas e, incluso, de manglares, asienta su vida vegetal y animal (croan las ranas sus roncas melodías amorosas) en lo que fue hasta 1983 un inmenso almacén de basuras, clausurado aquel año por el negativo y muy peligroso impacto que estaba ejerciendo sobre la ciudad.

Y mientras otros gobiernos -Palacio de la Música de Telde, por ejemplo- malgastaban a manos llenas las ayudas económicas procedentes de Europa, del Gobierno español y del canario, los santacruceros llamaron a César Manrique. Y sus técnicos del ayuntamiento -sabia política municipal- convirtieron aquel vertedero en el Jardín Botánico (con mayúscula) que es hoy. Y se recorre por entre caminos que van mostrando las distintas secciones de gran riqueza como, por ejemplo, la más extensa, la caribeña. Y, de repente, el impacto de El Octógono, construcción de sensibilidad ambiental y térmica en cuanto que en su interior se encuentran plantas muy delicadas, vigiladas por aquellas inmensas piedras vivas que, en posición enhiesta, muestran sus aristas con limpias linealidades y geometrizadas formas mientras las aguas deambulan por entre ellas.

Pero no es el único, no. El parque García Sanabria (año 1926; sesenta y ocho mil metros cuadrados) es una construcción que miró hacia el siglo XXI; por eso rechazó un proyecto que quiso hacer allí un parque a la manera del XIX. Esculturas a escritores, políticos masones o republicanos; figuras contemporáneas; plantas, palmeras, flores... crean espacios de suma belleza cargados de sonidos, colores, tamaños y armonías, pulmón oxigenador de Santa Cruz de Tenerife. Y a una altura superior, ahora en la avenida de Bélgica, La Granja, sesenta y tantos mil metros cuadrados con dragos, flamboyanos, palmeras ("verde llama", a la manera unamuniana), espacios de recreo, deportes, paseos, distensión, apaciguamiento...

Sí. Santa Cruz de Tenerife es una ciudad de jardines e inmensos parques, y de sentido común. Mientras en Las Palmas se dedican a los arbustos de barrancos y a cuatro metros de césped, aquella ciudad transforma basureros en botánicos y hasta sus rincones en cuidados espacios cargados de flores. Eso refleja una manera de ser, de entender la vida. Por apacible, sosegada y civilizada.