A estas alturas de la película -lo de película nunca mejor dicho- es casi seguro que todos ustedes, pacientes lectores, han oído la conversación entre el 112 (el servicio canario de emergencias) y el aeropuerto de Gran Canaria a cuenta del avión que sólo era una grúa. Sin embargo, no me resisto a transcribirla porque no tiene desperdicio. Tras confirmar que su interlocutor oye lo que le está diciendo, el operario del centro de coordinación del aeropuerto le dice textualmente al 112: "Te comento, estamos viendo que efectivamente ha caído un Boeing 737 en el agua frente a Las Terrazas en Jinámar y está flotando. Repito: está flotando. No se ha hundido. Por favor, movilicen todos los medios disponibles". "Aeropuerto de Gran Canaria: ¿confirma usted que es un Boeing?", responde la operadora del 112. "Afirmativo", insiste el aeropuerto. "Está flotando. No se ha hundido. Movilicen todos los medios, por favor". El artefacto no se hundió porque no era un avión, ni siquiera un Boeing 737; era una barcaza transportando una grúa pintada de amarillo, como el submarino de la canción pero un poco más chungo.

Lo que más sorprende de esta conversación es el detalle con el que fue identificada la supuesta aeronave, pues el señor del aeropuerto no hablaba de un avión cualquiera sino de un Boeing 737. Si a plena luz del día es fácil que muchísima gente, al parecer pilotos incluidos, confunda una grúa con un avión, ¿qué decir de esos miles de avistamientos de ovnis en mitad de la noche con las que llevan bombardeándonos muchos ''ufólogos'' a lo largo de décadas? Y no sólo esto. Si ciertas ilusiones visuales -a un kilómetro de distancia la grúa sobre la barcaza daba el pego; esa es la verdad- son capaces de engañarnos hasta tal extremo, ¿qué verosimilitud nos merecen miles y miles de opiniones sobre diversos temas emitidas por personas absolutamente legas en casi todo? Lo de personas ignorantes no debe tomarse en sentido peyorativo. Desgraciadamente ya no estamos en la época renacentista, en la que un genio podía saberlo todo de casi todo. Los Leonardos ya no existen. Ahora, a la fuerza, tenemos especialistas que saben cada vez más de cada vez menos. Eso sí, las facilidades para adquirir información en muy poco tiempo sobre cualquier asunto, ya sea técnico, científico o cultural, son hoy inmensas. Razón de más para no disculpar meteduras de pata que nos ponen en ridículo a escala planetaria.

Para empezar, los amerizajes siempre son una aventura salvo para los hidroaviones. Acabamos de ver con qué rapidez se ha hundido un helicóptero militar en aguas canarias sin que ni siquiera tuvieran tiempo de abandonarlo cuatro de sus tripulantes, todos ellos experimentados y entrenados. Hay excepciones. Por ejemplo, el amerizaje -digámoslo así- en el río Hudson, a su paso por Nueva York, de un Airbus 320 el 15 de enero de 2009. Ninguna de las 155 personas que iban a bordo sufrió heridas, aunque muchas tuvieron que ser atendidas por hipotermia.

Un milagro propiciado por unas aguas fluviales tan lisas como un plato de sopa. En el mar, apenas exista un oleaje bastante inferior al que existía el jueves en la costa de Las Palmas, las consecuencias pueden ser catastróficas. El 23 de noviembre de 1996, un avión de Ethiopian Airlines que cubría el trayecto entre Adis Abeba y Nairobi fue secuestrado por tres etíopes que querían asilarse en Australia. La tripulación les advirtió de que el combustible no daba para llegar, pero los secuestradores insistieron en volar a ese país. Finalmente, el piloto tuvo que amerizar en el Índico. El avión sumergió el ala izquierda sobre el mar, cerca de las Islas Comoras, y saltó en pedazos. El resultado fue 125 muertos entre las 175 personas que iban a bordo.

Estos detalles técnicos no tienen por qué conocerlos los ciudadanos en general pero sí, cabe suponer, quienes coordinan un aeródromo a la orilla del mar. No es censurable que se movilicen los servicios de rescate a la primera alarma. Es mejor actuar veinte veces sin motivo que dejarlo de hacer una sola por falta de confirmación. Y esto incluye hacer el ridículo, si alguien lo considera así. Una sola vida humana que se pueda salvar está infinitamente por encima de cualquier escarnio aunque sea universal. Por ahí, nada que objetar.

Asunto distinto es el afán de protagonismo. Empezando por la difusión de la noticia en las llamadas redes sociales. "Ese mensaje a las redes sociales, ¿ayudaba a identificar antes si lo que había en el agua era una avión?", se pregunta Fernando Marián, portavoz de la Asociación de Profesionales de Control de Tránsito Aéreo. "¿En caso de accidente real, hubiera hecho que hubiera más supervivientes? ¿Hubieran llegado los medios de rescate antes? Ese mensaje a las redes sociales ¿qué aportó a lo que ocurrió? No aportó nada, Aportó confusión". Pregunta a la que añado una por mi parte: ¿qué hacía un operario del 112 ''tuiteando'' no ya en sus horas de trabajo, sino en una situación crítica aunque luego resultase una falsa alarma?

No voy a insistir en el manido argumento de que por mucho menos alguien ya habría dimitido -o lo habrían cesado fulminantemente- en un país serio. Eso se ha dicho muchas veces. Tan sólo pretendo hacer un llamamiento a la seriedad. No a la formalidad de los canarios porque en estas Islas hay gente muy preparada para asumir cualquier tarea, sino a la de quienes ocupan puestos en los que resulta imprescindible la seriedad. Las redes sociales están muy bien para lo que fueron concebidas por sus creadores: para comunicar a grupos de amigos o de personas con intereses comunes. Más allá de ese límite se transforman en una gigantesca estupidez colectiva pese a que cada vez son más quienes confunden la realidad con su imagen virtual, como le ocurrió a Pigmalión frente a la estatua tan perfectamente hermosa que logró esculpir. Twitter, Facebook y similares ni siquiera llegan a eso.

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