El otro día observé, de pasada, a un chico y dos chicas sentados junto al lago -por llamarlo de alguna forma- de la santacrucera plaza de España. Los tres manipulaban sus teléfonos inteligentes. Me pregunté si estarían chateando -utilizo un verbo al uso- entre ellos pese a que cada uno se encontraba a escasos centímetros del otro. ¿Habían sustituido la comunicación directa por otra a través del ciberespacio? Quién sabe. La prudencia, o un decoro absolutamente en desuso, me impidió acercarme para interrogarlos sobre el asunto, aunque no me extrañaría que fuese precisamente eso lo que estaban haciendo.

Una vez me explicó un psicólogo que dos hombres cuando hablan se sientan uno al lado del otro y miran al frente. Con una cerveza en la mano, o simplemente observando en vacío lo que tienen delante, pero sin mirarse el uno al otro. Dos mujeres, en cambio, se sitúan una frente a la otra y se miran a la cara mientras dialogan. Existe una teoría científica que explica ambos comportamientos -cuyo origen se remontan a nuestros ancestros cavernícolas-, pero no puedo detallarla aquí y ahora porque necesitaría varios folios y sólo dispongo de uno. El caso es que el pibe y sus dos amigas no se miraban de frente, ni de lado, ni de ninguna forma. Cada uno pasaba de la presencia de los otros dos.

Nada extraño porque vivimos en una sociedad que se ha enganchado a la red. La escena se repite en cualquier parada de guaguas, en el tranvía, en las cafeterías y hasta en el último y recóndito reducto de la vivienda de cada cual. La gente está "conectada" en su lugar de trabajo y lo sigue estando cuando acaba y se marcha a su casa. Una plaga del mundo desarrollado. Por eso en Francia han decidido atajar el problema de manera radical. Dos importantes sindicatos de ese país -la Confederación Francesa Democrática del Trabajo y la Confederación Francesa de Cuadros Directivos- han firmado un acuerdo con asociaciones empresariales de asesoría técnica, ingeniería, servicios informáticos, recursos humanos y consultorías para acabar con las conexiones después del horario de trabajo e impedir, por ley, que una jornada laboral se prolongue indefinidamente gracias a la ventaja -o desventaja- de la disponibilidad telemática. A partir de ahora, estos profesionales están obligados a apagar durante un mínimo de 11 horas diarias los teléfonos móviles y ordenadores conectados con la oficina. La medida no resuelve la estampa de tres quinceañeros cretinos comunicándose entre ellos por el celular pese a que podrían hacerlo de viva voz, pero por algo se empieza.

¿Nos hemos preguntado cómo vivíamos antes de que existiesen los teléfonos móviles? Los que hoy tiene menos de 20, o incluso 25 años, no han conocido esa época, cierto, pero los demás sí. ¿Cómo sobrevivíamos cuando debíamos buscar una cabina telefónica para llamar a la parienta? Cuesta hacerse a la idea de subsistir sin La Red, convertida en nuestra particular red con minúscula, pero entonces lo hacíamos.

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