Poco ha tardado la Comisión Europea -menos de 24 horas- en desmentir las alegrías recogidas en el informe del Consejo Asesor para la Transición Nacional de Cataluña, según el cual esta comunidad autónoma seguiría vinculada a la UE por razones lógicas y pragmáticas aunque se independizara de España. Insiste el Ejecutivo comunitario en afirmar que un nuevo Estado se convertiría en un país tercero al que no le serían aplicables los tratados de la Unión.

Los planteamientos de Arturo Mas hasta cierto punto son convincentes porque los ampara la razón. La razón, también esto se ha dicho, nunca está de un solo lado. Siempre que hay dos partes en conflicto, se reparte entre ambas. O entre todas, si son más de dos quienes litigan. "La guerra no es un accidente; es un resultado", señaló en su momento la escritora Elizabeth Bowen. El independentismo catalán no surge por generación espontánea. Aparece como el equivalente ibérico de la discrepancia entre el norte laborioso y el sur más dado a la contemplación. Vamos a dejarlo en contemplación. Comparar la diligencia catalana con la forma de hacer las cosas en Andalucía o Canarias -y lo siento por los que se sientan aludidos; también yo soy canario- equivale a comparar las ganas de trabajar que existen en la Padania italiana con la afición al esfuerzo de los territorios que comienzan en Nápoles y siguen hasta Sicilia. Por eso Italia tiene su Liga Norte y España su Cataluña.

Con una España a la que Europa le exige más productividad -y también más formalidad- cada día, acaso no estaría de más catalanizar un poco a la sociedad española. Los romanos eran eclécticos. Procuraban incorporar a su sistema, incluso a la milicia, lo que les parecía bueno de los pueblos que iban conquistando. A estas alturas de la historia no cabe hablar de conquistas, pero sí de mutuas influencias. Yendo al final, España tiene mucho que aprender de Cataluña. Paralelamente, Cataluña no puede olvidar el papel que ha desempeñado España en el mundo. Un hecho histórico reflejado en que 400 millones de personas hablan el castellano como lengua materna -y muchísimos más como segundo idioma-, mientras que los catalanohablantes no pasan de los diez millones. Dicho sea sin ánimo de humillar sino para situar las cosas en su contexto.

Hay decenas de razones para una reflexión española y también para que Mas y los suyos no sean tan optimistas sobre la posibilidad de estar en la UE fuera de España. Razonamientos jurídicos, políticos y económicos imposibles de analizar en este folio por falta de espacio. No me resisto, sin embargo, a transcribir la oportuna opinión de un lector: "Por alguna extraña razón, los nacionalistas catalanes están convencidos de que la imagen idealizada que tienen ellos de sí mismos la tienen también en el resto del mundo. No se dan cuenta de que la UE lo último que quiere son nuevos embrollos nacionalistas, cambios de fronteras, minorías y territorios reclamados. Crearían un precedente que rápidamente pondrían sobre la mesa los corsos, los vénetos, los galeses, los bretones, los flamencos de Bélgica, los serbios de Bosnia...".

Precisamente por eso, lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible.

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