El consumo de energía eléctrica siempre ha sido un buen indicador de cómo va la economía. A más actividad, más consumo. Al margen, por supuesto, de las variaciones estacionales. El consumo no ha decaído en términos generales durante ninguna de las crisis pretéritas. Algunos baches pronto superados y nada más. Ahora las cosas están siendo distintas.

El pasado domingo publicaba el diario económico Expansión una noticia llamada a ser más preocupante que la clasificación de un equipo -o la eliminación de su eterno rival- en la llamada Liga de campeones: "España desconecta por primera vez en su historia plantas eléctricas". El número de instalaciones generadoras de electricidad ha comenzado a descender tras décadas de continuo aumento. Dicen los expertos que estamos ante un hecho insólito pues marca el inicio de una tendencia a la baja "de consecuencias imprevisibles". "El sistema eléctrico no había perdido capacidad instalada, mes a mes, desde que existen series estadísticas", añade la información del citado diario.

La consecuencia directa para el sector eléctrico, tan denostado desde hace meses como el propio ministro Soria unas veces en el papel de protagonista salvador y otras en el de cabeza de turco lapidada por la oposición, es el cierre o parada temporal de unos 6.000 megavatios en plantas de ciclo combinado. Igual de mal lo tienen las instalaciones de energías renovables. Las fotovoltaicas difícilmente podrán subsistir en estas circunstancias si no se vuelve a la política de las subvenciones. Detalle que aprovecho para plantear una pregunta al margen de la producción de electricidad: ¿si el Estado tiene que primar a cualquier sector empresarial, qué empresas sostienen a la Administración pública?

Lo peor de este apagón -de ahí la alarma de algunos- es, insisto, su importancia como radiografía de cómo va todo lo demás. Las tiendas, los bares, los talleres y hasta las oficinas cerradas no consumen electricidad. No consumen ni el café del bareto de la esquina, que tampoco tiene necesidad de encender la cafetera. Alarma que no debería ser tanta. Para este país, y para otros similares, el fin de la crisis no significará -cuando llegue- volver a la vorágine que existía hasta 2007. Significará que no seguiremos cayendo al abismo, lo cual ya es mucho atendiendo a como estamos. Significará agarrarse a ganar unos cuantos euros por aquí y por allá en vez de despreciar, como se hacía antes de que comenzase la debacle, cualquier negocio o trabajo que no supusiese un pelotazo de ingresos. Emolumentos, ya fuesen en forma de beneficios empresariales o salariales, muy por encima de lo que se producía; al menos del valor real en el mercado de lo que se producía, ya fuesen bienes o servicios.

Igual que les ocurre a los enfermos con dolencias incurables que, pese a ello, sobreviven, más que salir de la crisis habrá que pensar en vivir con ella; es decir, vivir con menos. Ese es el escenario que tenemos por delante, salvo que creamos en los milagros muy milagrosos.

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