Conducía por Santa Cruz cuando, al acercarme a un paso de peatones, vi a tres personas que se disponían a cruzar la calle: un hombre y dos mujeres. Mientras reducía la marcha el hombre me indicó, cortésmente, que siguiera. Así lo hice. “¡Cabrón!”, exclamó una de las mujeres al llegar a su altura. Paré unos metros más allá y volví la cabeza, asombrado, para observarla. “¡Respeta los pasos de peatones, cabrón!”, insistió en sus insultos.

Habitualmente le hubiese respondido que quien tenía a un cornudo por padre y a una fulana por madre era ella. No tengo papas en la boca si alguien me provoca, además, como en este caso, injustamente porque no suelo seguir de largo ante un paso de peatones cuando alguien se dispone a cruzar. No me gusta que me hagan lo mismo cuando voy a pie. Pude decirle algunas cosas a aquella mujer pero callé porque vi en ella la viva imagen de una persona frustrada. Alguien que busca cualquier excusa para descargar una ira provocada no porque, a instancias de otro viandante, no hubiera detenido el coche, sino por algo más profundo. Acaso vi en ella el perfil de cualquiera de nosotros en ocasiones similares. ¿Con quién había discutido ese día? ¿Con su novio, marido o, por emplear la terminología al uso, con su pareja? ¿Con su jefe? ¿Con su hijo o con su madre?

“La misma frustración –pensé– que vi en Grecia hace un año”. Me habían hablado muy bien de ese país. Esperaba encontrar la sempiterna amabilidad de los mediterráneos en cada esquina. Cuando crucé la frontera con Albania bendije la hora en que dejaba atrás a los helenos. Sólo viéndolo y viviéndolo en primera persona llega uno a comprender hasta qué punto puede cambiar una devastadora crisis económica el carácter de casi todo un pueblo.

Mientras conducía camino de la oficina tras los improperios de la alterada fémina, qué espectáculo, llegué a dos conclusiones. La primera es que a partir de ahora me detendré ante los pasos de peatones aunque todos los que esperan para cruzar me pidan de rodillas que siga. La segunda es que visto a lo que hemos llegado aquí y allá, lo mejor sería aislarse de este mundo y buscar refugio en la lectura, el deporte, el estudio o cualquier otra actividad donde el contacto humano sea meramente circunstancial. Sin embargo, ¿casualidad?, minutos después un señor al que no conocía de nada sostuvo un buen rato la puerta del ascensor de un garaje para darme tiempo a llegar. Una persona que no estaba obligada a tal amabilidad, pues todavía me encontraba dentro de mi coche e iba a tardar un poco en llegar. Un simple gesto que me devolvió a una realidad más sosegada: los improperios de una individua que posiblemente ni siquiera sea maleducada en su vida cotidiana –simplemente había tenido un mal día– no pueden criminalizar a toda una sociedad, de la misma forma que el delito de un maltratador no condena a todos los hombres del mundo a la categoría de malhechores irredentos. Algo que conviene no olvidar.

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