La mañana invitaba a recorrer una vez más los rincones más auténticos de la impresionante urbe. Nueva York despertaba otra vez ante mis ojos, soleada y al mismo tiempo presurosa. La diva por excelencia entre las ciudades me invitaba a descubrirla sin darle tregua al reloj. Así, me aventuré en sus calles, avenidas y plazas devorándolo todo con la mirada canaria de siempre; es como si buscara inconscientemente en los lugares que visito algún detalle, por pequeño que sea, que me recuerde mi tierra guanche.

La sensación de encontrarte en medio de una selva de hormigón y cristal no te abandona en ningún instante del inusual recorrido. Por todas partes de la principal isla neoyorquina se levantan audaces y descarados los innumerables rascacielos con sus imponentes figuras alargadas, desafiando el vértigo.

¡Y es que la Gran Manzana es mucho! Allí te puedes encontrar barrios como el Soho, antiguamente un barrio marginal y olvidado; el mismo se ha convertido en solo dos décadas en la meta para ir de compras y visitar museos. La Quinta Avenida, con su exclusivo e imponente Rockefeller Center, entre otras monerías arquitectónicas, le da un toque especial a aquel trozo de jungla asfaltada. Broadway, con sus teatros; el Village, con su olmo centenario situado en la esquina noroeste del parque; el puerto; la enorme catedral de San Patricio, de estilo neogótico, o Times Square (plaza del Times), periódico neoyorquino, donde, por cierto, logré que en una de sus cafeterías me prepararan un cortado a lo canario, y esto después de explicarle la fórmula de preparación al camarero de turno, le dan a Nueva York un encanto único.

Cruzar el puente de Brooklyn bajo la luna llena escuchando una folía o subir hasta el observatorio situado en el piso 102 del Empire State Building entre melodías de timple son algunos de los recuerdos imborrables de esta aventura novelera.

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