En la mañana del lunes 2, al llegar a Madrid me encontré con el anuncio de que el rey había abdicado, o sea, renunciaba a seguir siéndolo, lo que en términos políticos es una dimisión en toda regla. Una noticia de largo alcance que confirmaba la situación de don Juan Carlos cada vez más insostenible, una decisión, la de abdicar, aunque esperada, que solo a él correspondía.

La foto delante del elefante abatido en Botsuana, las implicaciones de la infanta Cristina y su yerno en procedimientos judiciales, unido a la no descartable imputación de dicha infanta por el caso Noos, junto a la opinión cada vez menos positiva sobre el papel del monarca en el último trienio, que a pesar de la imagen tan repetida del 23F no lograba frenar la caída de su popularidad, además de otras razones de índole personal, como las sucesivas intervenciones quirúrgicas, habían hecho hace ya cinco meses que decidiera abdicar. El día lo pondría él. Las encuestas sobre la opinión que los españoles tenían del rey, según el CIS, daban 3 sobre 10 a pesar de tanto esfuerzo informativo por mejorar su imagen y disimular su impopularidad.

Pero, además de la pérdida de credibilidad y los resultados electorales europeos, la renuncia la precipitó el anuncio de Alfredo Pérez Rubalcaba de finalizar la dirección del PSOE, segundo partido en representación parlamentaria, un político con alto sentido de Estado y unas ideas muy claras y firmes, conocedor de la decisión real, y a sabiendas por el rey de que sin su apoyo y el del PSOE la estabilidad con la que se está desarrollando el proceso de sucesión hubiera sido imposible.

Aquel 2 de junio abrí la Constitución por el Título II, relativo a la Corona, busqué la palabra abdicación, y encuentro un artículo 57.5 muy escueto y no del todo preciso, que indica al Gobierno una ley orgánica, rápidamente elaborada con solo 28 palabras para dar trámite a la abdicación del jefe del Estado y proceder a su sucesión constitucional, con lo que resultaba incuestionable que las Cortes se tenían que pronunciar sobre ella, dado que el rey, efectivamente, puede abdicar la Corona de España, pero la fecha no es cuando él quiera, sino cuando así lo consideren la mayoría de diputados y senadores, en los que reside la soberanía popular.

Por ello, han sido el Congreso, el pasado miércoles, y el martes será el Senado, quienes tienen que aceptar o no la abdicación del rey. Solo caben tres votos. El sí acepta la renuncia, lo cual pone en marcha el mecanismo de sucesión en la persona del Príncipe de Asturias. El no significa que no se permite al rey abdicar y en consecuencia tiene que continuar como tal hasta que lo decidan las Cortes. La abstención, como diría el mago, ni chicha ni limoná.

Ante esa votación, ha resultado muy lógica y razonable la convulsión que se ha generado entre los militantes del PSOE, republicanos de sentimiento y convicción, miembros de un partido que defendió la república como modelo de Estado durante el debate constitucional de 1978, en el que está vigente el debate monarquía-república como modelo de Estado, si bien teniendo en cuenta que la II República no tuvo solo gobiernos de izquierdas, también de derechas, o sea, república no significa siempre socialismo, ni el socialismo democrático es incompatible con una monarquía constitucional que respete la decisión del voto de los españoles a los partidos políticos.

Hay una nueva generación que no tenía edad para votar la actual Constitución y ahora pide participar en su actualización, igual que resulta razonable la posición de los ciudadanos que quieren aportar su voto en la elección del jefe del Estado, o los que consideran que el tiempo que este cargo como hereditario ha pasado.

Por todo ello, de acuerdo con mi partido, el 17 de junio, mi voto como senador del PSOE, militante socialista y ciudadano que lucha por vivir en un país que respete el Estado de derecho, a la propuesta de ley orgánica que regula la abdicación del actual jefe del Estado, creyendo recoger el sentir de la mayoría de los tinerfeños y militantes del PSOE a los que me debo, será sí.