para quienes en la juventud profesamos el marxismo la idea de progreso material, de desarrollo y crecimiento era algo tan estimable y digno de consecución que, al tratarse del "desarrollo de la fuerzas productivas", estaba inscrito en los factores económicos que gobernaban la historia. Progreso material y avance de la historia eran vectores concomitantes.

Había verdadero culto al desarrollo y al futuro. Lo progresista no era como ahora, bajo la posmodernidad, una actitud emocional de índole estética o expresiva, capaz de tomar como patrón un modelo fracasado de hace 80 años o de "sentimentalizar" la política.

En Canarias se dan triples paradojas imposibles de entender, o que requerirían para su exégesis un método de investigación más antropológico que sociológico. Cabría afirmar que los canarios odian el progreso y ser un enunciado verdadero, porque lo podría defender haciendo recuento de todas las veces que se han echado al asfalto de la avenida de Anaga, en Santa Cruz de Tenerife, para oponerse a tendidos eléctricos, anillos insulares, dobles pistas de aterrizaje, puertos de Granadilla, urbanizaciones de Las Teresitas (al margen responsabilidades penales) o prospecciones petrolíferas.

No pueden darse todas estas movilizaciones masivas sin que constatemos en todas ellas un elemento común igual de contundente que obvio: la oposición a todos los retos de progreso material de la sociedad, infraestructuras y fuentes de riqueza directas. Parece como si ese gran segmento de la sociedad mantuviera una actitud de recelo, cuando no abierta hostilidad, al conjunto de condiciones y requisitos vinculados al desarrollo.

Esa actitud en cualquier lugar sería muy sintomática, pero lo es mucho más cuando en nuestro territorio se dan carencias lacerantes en educación, servicios, infraestructuras, y records en paro juvenil y fracaso escolar.

Dadas estas reacciones de las que hablamos, todo parece indicar que para muchos canarios la superación de situaciones estructurales deficitarias no fuera con ellos ni con los gobernantes, que nada dependiese del esfuerzo comunitario y tuviera algún tipo de costo, como si siempre hubiera de aparecer algún gobierno de fuera al que sacar ayudas y subvenciones.

La segunda paradoja es la de los gobiernos responsables de ofrecer servicios sociales y procurar las mejores condiciones de desarrollo material. De la mano del seguidismo de la opinión publica mayoritaria, se ponen a cabeza de las manifestaciones, que es cuando se produce esa extraña confabulación de dirigentes políticos y masa populares conjurados para detener cualquier forma de crecimiento o fuentes de financiación de los recursos sociales.

Aunque ya llevo más tiempo en Tenerife que en mi ciudad natal, creo que aún conozco a mis paisanos y al Gobierno vasco, empeñado en ofrecer, competitivamente, los mejores servicios, y en no olvidar nunca que la única vía o condición para procurarlos son los ingresos y la recaudación, y las apuestas por las fuentes de riqueza. Podrá influir toda su tradición industrial y productiva, pero con el desarrollo y el bienestar no se juega. Nadie va hacer por ellos si no son ellos mismos. Esta fórmula tan protestante, de luteranos y calvinistas, la tienen muy arraigada. No les imagino privándose de riqueza, y menos a base de alambicados sofismas.

La tercera paradoja es que esa enemistad objetiva con todo lo que suene a progreso real se hace en base a postulados ecologistas, lo que resulta siempre gratis. Estos ecologistas antidesarrollo adolecen de la inconsecuencia de su gran desprecio al territorio canario, corroído por la plaga de la autoconstrucción, que no del turismo, que al menos ha acotado sus emplazamientos.

Hay motivos para el pesimismo, la repetición sociológica de idéntica reacción apunta a profundidades antropológicas de muy difícil control.