La isla del Hierro, como todas, posee parajes singulares que apuntalan y definen su peculiar personalidad como territorio no solo añorado sino siempre dispuesto a encontrarlo, unas veces con el impacto del día a día y otras por la vieja memoria que se vitaliza a través del tiempo, aunque suene a paradoja. Y uno de ellos, como rincón de un sin fin de sensaciones, es el Roque Fresco, en El Tamaduste.

Su sombra, la del Roque, cuando el sol del verano pegaba con fuerza, era siempre posible; de ahí su nombre. Situado en los aledaños del río, al lado de la Cueva de los Barcos, además de ser una plataforma desde la que se divisa todo lo que allí acontece, desde el baño de las doce, el de la tarde, a los alardes de las tiradas del trampolín, o el bamboleo del barco de pesca de Julio, también nos impulsa la mirada hacia los cantiles, a la lejana raya azul hasta sobrepasar la terraza de la familia Padrón, para recrearnos en el cráter de la montaña Colorada, Derramada de Jorado abajo, donde la polvareda de los que corretean se mezcla con el verdor de las calcosas y de las viñas.

Pero lo más significativo y lo que motivaba se dirigieran los pasos hacia él era su pasibilidad, para así recrearse con las lecturas del verano, con los pensamientos que circulaban desde la isla hasta más allá del Atlántico; las charlas no muy numerosas entre personas que se buscaban para, en el entretenimiento de las palabras, poner un ribete de encantamiento a un verano placentero donde la cordialidad entre todos era la nota dominante y que en el fondo era el deseo lo que palpitaba y hacía se propiciara dentro de cada cual que esa estación estival llegara, al fin, ya.

Fue, y pienso siga siéndolo, lugar para el encuentro de aquellos que tenían que decirse palabras donde el sentimiento vivía con el candor de una juventud en la que revoloteaba el influjo de los primeros amores. Fue refugio de ideales, de escapismos, de ir más allá en el tiempo, secuestrados por el candor de las miradas limpias y de los impulsos de una vida que se estaba haciendo y que, entre el despliegue de las palabras, de los gestos y del pensamiento de cada cual, crecía un sentimiento fiable y pleno de alborozo.

Fue, y quizás siga siéndolo, plataforma de reflexión, de devaneos consigo mismo, que desde su tranquilidad, desde el suave contacto del mar, casi remansado en La Puntilla, hacía que el sosiego se estableciera como guardián de un refugio, de una atalaya, que tantas historias posee y que esculpidas en la memoria intangible de sus piedras lisas continúan vivas en el tiempo.