Desde que Ernesto Salcedo me pidió que me incorporara a EL DÍA, hace ya tantos años, y José Rodríguez Ramírez me anunció que ya era parte de la plantilla, hasta este mismo momento en que vuelvo a escribir, con mucho gusto, en el periódico en el que me hice, han pasado muchas cosas en el periodismo. Hasta el punto que algunos pueden considerar legítimamente que el periodismo es, en el día de hoy, irreconocible para aquellos que en 1968 lo ejercíamos aquí o en cualquier parte.

Y no ha cambiado tanto; es decir, ha cambiado industrialmente, ahora es irreconocible, en efecto, porque ya no hay bobinas de papel esperando por los periodistas que aún de madrugada estaban tecleando (recuerdo a Elfidio Alonso, aquí, en la alta noche de EL DÍA, tecleando su Al filo de la madrugada) sus informaciones. Ha cambiado la noche y ha cambiado el día, con mayúsculas y con minúsculas. Ahora ya no hay un regente de taller (como Juan Pedro Ascanio) tomándose un helado de fresa a las doce en punto de la noche antes de cuadrar la primera página. Y ya no se concibe a un hombre como Nijota, con el cigarrillo prendido a los labios, corrigiendo de pie, con José Morales Clavijo o con Miguel Hernández, aquellas pruebas de imprenta que chorreaban agua.

Ya eso no existe. La tecnificación del periodismo ha llegado hasta los rincones que entonces parecían (lo recordarán Juan Hernández y sus continuadores) haber alcanzado el último grito, por ejemplo en el procesamiento de las fotografías. En todas las épocas hemos pensado que llegaba el último grito, y eso ha sucedido en la música, en el arte, en la telefonía. Y por supuesto ha sucedido en el periodismo.

La revolución tecnológica ha afectado a todos los renglones del oficio; ha afectado también a la capitalización de los medios, que no han podido resistirse a los cambios en los soportes pero aún no han conseguido financiarse con lo que venden en Internet ni han logrado que los publicitarios regresen a sus páginas de papel. Evidentemente, la velocidad que ha alcanzado la difusión de la información deja en la cuna todo aquello que nosotros hacíamos cuando esperábamos de madrugada que emprendiera su marcha la nueva rotativa.

¿Qué no ha cambiado? Recuerdo que Salcedo llegaba al periódico a las cuatro de la tarde; que don Luis Álvarez Cruz llegaba, también, a esas horas, pero con el trabajo hecho de casa; que Gilberto Alemán, Eliseo Izquierdo, Juan Antonio Padrón Albornoz, Francisco Hernández, Francisco Ayala y tantos otros se sentaban ante la máquina de escribir de siempre, gris y Olivetti, y que algunos incluso la ataban con un candado para que ningún otro la utilizara. Creíamos que no, pero era un periodismo artesano, hecho con artesanía (y arte, es verdad) por gente cuya vocación nacía del deseo de contarle a la gente lo que le pasaba a la gente.

Y lo que no ha cambiado es eso, la vocación; pueden cambiar las tecnologías, pueden variar los soportes, pero esa es la sustancia del periodismo, y la esencia de los periodistas: querer hacer periodismo, y querer hacerlo bien. Aprendí, desde aquel tiempo a este que nos contempla ahora, que nadie sabe más que otro, y que para que un periodista diga o escriba algo antes debe habérselo aprendido bien. Y eso es lo que no ha cambiado, o lo que debe cambiar, a mi juicio; con ese espíritu, con la promesa de prolongar en estas crónicas eso que aprendí entonces, y desde entonces, reinicio aquí este viaje que ya una vez hice hasta la avenida de Buenos Aires.