Intentaré describirles la escena con el espíritu de los escritores realistas; de aquellos hombres de letras que adoptaron el lema de ser como un espejo que recorre los caminos. Ya que de caminos se trata, imaginen una carretera bastante transitada de la República Checa cerca de la frontera con Polonia. Hay un área de descanso con su correspondiente estación de servicio. El paisaje es un tanto monótono pero no desagradable (no es la curva de Taco, ni nada por el estilo). Campos de cereales ya segados, ligeras ondulaciones del terreno y algunos grupos de árboles. Hace calor de tormenta. Una pareja joven llega en un coche de mediana cilindrada. Su aspecto los identifica con los yuppies de antaño. Los jóvenes profesionales urbanos tan en boga durante la década de los ochenta. En esa época todo el mundo quería ser joven -la edad de los yuppies se circunscribía al período que va de los 20 a los 43 años-, tener una profesión muy bien remunerada y ser guapo. En España no había yuppies sino gente guapa. Era el turno de Solchaga y compañía. Tiempos -qué tiempos- del pelotazo en los cuales los ministros de Economía proclamaban que este era el país del mundo en el que resultaba más fácil hacerse rico y los titulares del Interior agasajaban a las mujeres de sus colaboradores con joyas pagadas con los fondos reservados. Tiempos gloriosos esos en los que en Nueva York llamaban a los turistas españoles los "givemetwo" porque, con el dólar a 91 pesetas, lo compraban todo a pares. ¿Por qué será que lo bueno siempre dura poco?

Los yuppies pasaron de moda a comienzos de los noventa cuando fueron saltando, uno tras otro, los grandes escándalos financieros. Después del famoso "lunes negro" ya nadie quiso que lo catalogasen como joven profesional urbano exitoso. En España también cayó en el olvido la gente guapa. Hasta Boyer y la señora Presley dejaron de salir en las portadas de las revistas rosa. Los yuppies, empero, siguieron existiendo. De forma muchísimo más discreta continuaron apeteciendo la ropa cara, los coches tipo "aquí estoy yo porque he venido" y, sobre todo, la tecnología. De los teléfonos inteligentes han pasado a los superinteligentes y de los ordenadores portátiles a las tabletas ultrafinas. Por eso me parecieron simples yuppies los dos que pararon el otro día, a un metro de donde estaba, en aquella área de descanso a un tiro de piedra de Polonia. Detuvieron el coche pero dejaron el motor en marcha -evidentemente no eran ecologistas preocupados por el calentamiento global y esas cosas- para no perder el frescor del aire acondicionado y se pusieron dale que te dale a sus móviles. Ni una palabra entre ellos, ni una mirada al paisaje, ni una gestión que justificase la interrupción de la marcha. Sólo el móvil, todo el móvil y nada más que el móvil.

Me dieron pena. Ellos y cuantos he visto hacer lo mismo -la noche anterior otra pareja se comportaba idénticamente por fuera del hotel en el que me hospedaba-, enganchados a una adicción consistente en enviarse fotos y mensajes mutuamente no ya desde una habitación a la de al lado, sino del asiento del conductor al del copiloto. Algo que empieza a tener aspecto de plaga preocupante. Pero es lo que hay.

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