La vida me ha enseñado que en los relatos cotidianos, en materia de hijos de puta, ni son todos los que están, ni están todos los que son. Y no crean que de pronto me vuelvo mal hablada, al contrario, me precio de no haber sido grosera nunca, incluso ante casos de impertinencia pertinaz que bien merecían un golpe de timón hablado, capaz de poner firme al imbécil de turno. Rara vez -por no decir ninguna- se me escapa una palabra gruesa en el transcurso de una conversación civilizada, pero si tenemos en cuenta que estas líneas se publican en un país de intelectuales que, mayoritariamente, leen a Belén Esteban y las páginas deportivas del periódico, el uso de términos agresivos que refuercen el discurso garantiza la lectura, más porque se busca el chisme que la moraleja.

Treinta años haciendo algún artículo en este periódico han dado para mucho, desde la persona convencida que hablo de ella en mis líneas -como si para contar lo cotidiano hubiera que poner siempre nombre y apellidos- a esa otra que busca -echando espumarajos por la boca- que cuente sus pesares con la administración, denuncie el estado de la sanidad o el enchufismo en un determinado partido para con sus seguidores, utilizando alguno de los tacos sonoros o conceptos agresivos con los que me relata su historia. A unos y otros decepciono, pues se puede escribir sin mentar a los muertos y también sin tener al protagonista clavado en la pared, para que no se escape y sirva de musa inspiradora a estas palabras semanales.

Pretendo e intento escribir con amabilidad, incluso cultivando el gusto por la palabra. Sin gruñir, insultar ni escupir al otro en un ojo, aunque muchas veces no falten las ganas. Me ocurre con frecuencia, sobre todo con personas de cierta edad y educación razonable que, con cierto morbo expectante, preguntan si en este o aquel artículo hablo de la vida de tal o cual -arriesgándose por anticipado a que las mandes a hacer puñetas-, como si su estilo finolis o de proximidad amistosa les diera patente de corso para entrar en la faceta privada de cada uno. Cierto es que algunos temas abordados pueden hacer sonar las alarmas, pero no todos los fuegos acaban en incendios, ni todas las caídas en muertes, por lo que es frecuente que el tañido de las campanas nos recuerde que en un rato hay misa, o que esa dama llamada imaginación sale a pasear algunas tardes y deja huellas de sus pasos en mitad de la pantalla del ordenador, lo que da lugar a temas sobre lo que escribir. Y aquí surge el problema, pues en ambos casos a veces se cae, incluso de buena fe, en la tentación de hablar de cosas cotidianas poniendo algo de nuestra parte, ayudando al personaje a ser lo que se supone que debería ser. Pero esto no otorga derecho alguno al lector a buscar siempre el parecido con la realidad, pues una procura, por aquello de la precaución táctica, que "cualquier parecido con la realidad sea pura coincidencia".

Aun así hay mal nacidos que repiten el "erre con erre", empeñados en que cuentes quién es quién, dónde lo hizo, con quién estaba, quién lo vio... Discutibles interrogantes sobre asuntos más o menos complejos, en el intento de hacerte hablar de un tema que por elegancia no tocas, por prudencia, discreción, principios, honor, o simplemente profesionalidad. Estos son los mal nacidos que no entienden que cada uno ponga sus límites, personajes de los que afirmo que "ni son todos los que están, ni están todos los que son", y a los que hay que recordar que las personas, cuando ya tenemos una edad, no hacemos caso de las muecas, eso se lo dejamos para los que pretenden cambiar el mundo.

¿Les habrá quedado clara la lección?