Ya no sirve una simple radiografía, pues se ha procurado siempre minimizar la descripción del diagnóstico para evitar una "alarma social" poco deseable. El cuerpo afectado es la seguridad aérea.

Se había alcanzado la excelencia a lo largo de un siglo de evolución y perfeccionamiento del medio aéreo, motivo de privilegio y símbolo de progreso para la especie humana, que alcanzó la gloria de volar y poder viajar en el transporte más rápido, confortable y seguro que jamás imaginó. Pero... algo está fallando. Porque el pedestal del éxito ha sido la seguridad. Un concepto sagrado, elaborado, experimentado e implantado gracias al esfuerzo técnico y vocacional de quienes lo consideraron, desde un principio, el elemento prioritario tras cien años de desarrollo.

Por desgracia, estamos asistiendo al progresivo deterioro de un ámbito demasiado específico para ser compartido con injerencias espurias: concepto de negocio a ultranza; irrupción del "low cost"; explotación laboral; especulación empresarial; una indiscriminada reforma laboral; inoperante burocracia política; mediocre e interesada gestión institucional; demoledoras campañas de desprestigio profesional; desconocimiento técnico de los juzgadores sobre tan específica idiosincrasia; carencia de una especialidad periodística afecta a la aviación...

Desolador panorama actual que, en las últimas décadas, jalona de arenas movedizas el desarrollo racional para regresar a unos orígenes poco deseables por involucionar una privilegiada secuencia que se está yendo al garete.

Procuramos evitar la alarma social cuando hablamos de seguridad, alegando que sigue estando garantizada por la profesionalidad de quienes vuelan y hacen que los aviones vuelen.

Pero últimos acontecimientos inducen a prescindir de los paños calientes en favor de una realidad que debe ser compartida con una opinión pública que merece el respeto debido a su derecho constitucional a la veracidad.

Porque, sin eufemismos: ante una catástrofe aérea suelen concentrarse las culpas en el simple "fallo humano". Es decir, en el muerto. Pero en el resultado fatal de una eventual tragedia confluyen demasiados condicionantes: operador, fabricante, mantenimiento, control, meteorología, condiciones laborales, procedimientos, inspecciones, políticas de prevención, normas oficiales, servicios anejos... un cúmulo de implicados que se vuelcan en escurrir el bulto, todos, apenas declarada la emergencia.

Indignante, indecente y evidencias poco favorables para corregir defectos que permitan al usuario seguir viajando con rapidez, comodidad y, sobre todo, con la seguridad que debe estar garantizada, no solo por los profesionales que la asumen como propia, sino también por todos los estamentos responsables de velar por que la seguridad recupere la entidad prioritaria sobre la economía en aras de un futuro plausible y digno para la aviación comercial.

Como respaldo a lo antedicho sería suficiente analizar el accidente de Spanair (con objetividad ajena al lamentable dictamen judicial y a los mezquinos intereses de la aseguradora). También hay quienes han atentado contra la Ley de Seguridad Aérea desde su cargo de responsabilidad: Díaz Ferrán (Air Comet); ministro José Blanco (cerró el espacio aéreo y culpó a los controladores: spicaweb.com/documental.controlados/); Sr. Curbelo (admitió el precario AFIS en La Gomera y ahora quiere alargar la pista para vuelos internacionales)... Y varios casos, algunos impunemente locales, que, con mayor espacio, convendría compartir.

Pero la actualidad impone reflexionar sobre el reciente accidente de Swiftair. La carta del sobrecargo fallecido (elEconomista.es NOTICIAS 25/07/2014) solicitando la revisión de unas condiciones laborales infrahumanas sin paliativos, y sin adjudicarles de momento la catástrofe, debería ser punto de inflexión para el futuro planteamiento empresarial e institucional del sector aéreo.

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