Huyendo de los rigores, es raro el fin de semana que no voy al Puerto de la Cruz, siquiera para disfrutar de la brisa marina que entra -y se acomoda- por la bocana que comunica el ínfimo puerto pesquero con la plaza del Charco de los Camarones, donde por fortuna los viejos laureles son cómplices de un clima más benigno, adocenado por la concurrencia de las cafeterías y restaurantes que cubren el rectángulo del recinto. Como de costumbre, saludo al camarero habitual y nos enzarzamos en un breve diálogo de interés mutuo por la salud personal y familiar; por ello sé del calvario que está pasando con su esposa, con graves problemas ginecológicos sin resolver y en espera de la lejana fecha para ser intervenida quirúrgicamente. También me intereso por su situación laboral, dada la tónica empresarial de no ofrecer contratos indefinidos sino temporales e, incluso, a tiempo parcial. Con cierta resignación me responde que acaba de percibir el sueldo de hace dos meses, y que los que aún le corresponden están pendientes de que el patrón -muy dado a predicar y no dar trigo- haga el correspondiente balance de beneficios y los detraiga para abonárselos con el mismo retraso que los anteriores.

Volviendo al tema sanitario, de por sí cada vez más deficiente, que suele agravarse durante el estío por cierre de plantas y reducciones vacacionales de personal, únicamente podemos transmitir el deseo de tomar las máximas precauciones con los cambios de hábitos, tanto gastronómicos como lúdicos o deportivos, so pena de ir a parar a una camilla de Urgencias en un aglomerado pasillo carente de intimidad y en compañía de una bolsa de plástico para guardar el vestido y las pertenencias tras el infausto momento del ingreso. Situación que suele prolongarse varios días hasta conseguir un hueco en un módulo o, si el problema se agrava, ser remitido a planta para su hospitalización; aunque también está la opción de darles el alta -para despejar la zona- con un simple paliativo que no resuelve el problema de la dolencia, sino que la envilece más, con claro riesgo físico; derivándolo a las también interminables listas de espera de las especialidades ambulatorias. Tal es el caso citado en esta casa de la paciente desdeñada en Urgencias a la que se le detectó un grave tumor en el recto.

A juzgar por las declaraciones de algunos profesionales, ideológicamente de izquierdas, entendemos que este problema es sólo una triste maniobra para favorecer a la sanidad privada en detrimento de la pública.

Por el contrario, los de derechas argumentan que ambos sistemas son complementarios e imprescindibles para aminorar las listas y ofrecer un mejor servicio. Y esta opiniones, si las llevamos al terreno político, donde el que gobierna a nivel de Estado tiene la sartén por el mango, entresacamos la queja permanente de los partidos locales de recortes presupuestarios -mayormente ciertos- que también enmascaran su incompetencia manifiesta en la administración de los recursos disponibles.

Sea como fuere, el perjuicio de todas estas irregularidades, descaradamente partidistas las unas y pésimamente administradas por los que ostentan la competencia regional las otras, nos produce la náusea que precede a la reflexión de cómo se manipula la salud de la ciudadanía con fines estrictamente políticos, para conseguir el poder necesario y trazar más tarde, por mayoría aplastante, las directrices que más convengan a sus propios intereses y el de sus allegados.

Los pilares de un Estado democrático que se precie pivotan siempre en la salud, la educación y el trabajo. De modo que cuando falla uno de los tres -que de hecho lo están haciendo con creces- es el estadio precursor de un estallido social, y nosotros hace ya bastante tiempo que cruzamos el límite racional de resistencia.

De ahí la actual manida consigna de la renovación democrática, ingrediente de todas las salsas para enmascarar el olor y sabor de la putrefacción. No se enfermen, ¡por Dios!

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