Jordi Pujol ha vivido toda su vida envuelto en la bandera catalana, como una prenda propia, íntima y, al mismo tiempo, institucional. Cuando estalló el caso Banca Catalana, como uno de los primeros escándalos político-financieros de la Transición, Pujol proclamó que Cataluña era él y atacarle era hacerlo a la nación. Y la magia resultó.

Siempre fue un político hábil, astuto, prudente, firme y negociador. Con el paso de sus 23 años al frente de la Generalitat, Jordi Pujol dejó de ser él mismo y paso a ser, prácticamente, una institución humana, respetada por todo el mundo, en cierto modo, al margen de la trituradora que siempre ha sido la política nacional. Se entendió con Felipe González y también con José María Aznar. No recibió castigo en la urnas y su figura, medio rupestre de payés, medio de representante de la burguesía ilustrada catalana, adquirió una dimensión por encima de la política.

Sus hijos prendieron las primeras sombras. Hay quien achaca esas andanzas a la influencia de su mujer, Marta Ferrusola, pero suena a actitud machista, cuando se trata de un hombre, de un esposo, con tanta personalidad como Jordi Pujol. Los hijos de Pujol no supieron administrar la leyenda de su padre, tal vez porque les gustaban los coches de lujo para llevar dinero a Andorra en bolsas de El Corte Inglés. Mucho ruido que siempre inspiró temor a quienes investigaban las cuentas de los hijos del muy honorable.

Al final, la leyenda, el mito del President, implosionó desde dentro, desde la confesión del propio Pujol de sus cuentas en Suiza y Andorra, cuando ya estaba acorralado por las autoridades fiscales. Esto de las herencias es un problema. Se abren las plicas con casi medio siglo de retraso y resulta que papá dejó el dinero en Suiza y los herederos, una vez que las cuentas estaban abiertas, aprovecharon la coyuntura y las fueron engordando. Tanto que se descosió la bolsa y quedó a la vista de todo el mundo.

Suiza es sinónimo de cuentas. Si no que se lo pregunten a los Botín, que dejaron la herencia del abuelo en donde la había situado, en Suiza, para más patriotismo, en plena guerra civil. Luego fueron listos, negociaron, pagaron una miseria y legalizaron la plata.

Pujol quiso ser Cataluña. Y lo fue hasta su confesión. Convengamos, para ser coherentes, que si Jordi Pujol era la encarnación humana de la nación, ésta también ha explotado como mito patriótico. El más patriota de todos se preocupó de llenar el talego a la sombra de la bandera.

Ahora le toca a Artur Mas gestionar todo este despropósito, la deshonra del nacionalismo catalán, porque al padre de la paria le han cogido con la mano en el cajón de la pasta. El impacto no puede ser liviano. Y la nación catalana con la que sueña Artur Mas ha terminado por convertirse en una pesadilla. Y no solo por las cuentas de Pujol.

Si este episodio fuera una película, nadie iría a verla porque sería considerada demasiada ciencia ficción. Pero resulta que es tan real como la misma vida. Como era el mito de honradez patriótica de Jordi Pujol.