Hace tres semanas, en un área de descanso de una autopista francesa, presencié algo que empieza a ser habitual pero a lo que sigo sin estar acostumbrado. Un grupo de jóvenes ingleses bajó de una guagua, varios de ellos se bajaron a su vez los pantalones de forma ostentosa y comenzaron a vaciar sus orgánicas sentinas ante la presencia de unas cuarenta o cincuenta personas, hombres y mujeres de variadas edades, además de niños, que estaban en el lugar. El exhibicionismo, sobra decirlo, iba más allá de lo imprescindible para satisfacer una imperiosa necesidad biológica, pues los gamberros -he llegado al convencimiento de que los ingleses llevan la incivilidad en los genes, aunque en casa cuidan mucho su imagen y se portan bien- gritaban y agitaban los brazos para que los viesen quienes aún no habían reparado en su penoso comportamiento. Me limité a darme la vuelta porque todavía no me he hecho maricón y, aunque así fuese, tampoco había nada extraordinario que contemplar. Lo mismo hicieron cuantos estaban allí.

Siguen los medios de comunicación dando cuenta de que España, y dentro de España Canarias, baten mes tras mes los anteriores récords de turistas. Bienvenidos sean cuantos vengan. O no, pues acaso ha llegado el momento de preguntarnos si nos convienen todos esos visitantes. Siempre he pensado que no. A Canarias, sin ir más lejos, le iría mejor con seis millones de turistas que gastasen más -lo cual tampoco es pedir demasiado- que los casi doce que recibe el Archipiélago año tras año. No obstante, un anterior presidente del Cabildo tinerfeño me negó la mayor: "Hemos elegido el turismo de masas y a él tenemos que atenernos", cortó contundente cuando le planteé el asunto. Hombre, cambiar de la noche a la mañana no porque es imposible, pero ir encareciendo el destino para que los descamisados y los borrachos busquen otros recovecos es algo que acaso nos convendría hacer.

Todavía tengo fresca en la memoria la satisfacción con la que un asturiano de pura cepa -pero nacido en Madrid- me mostraba la semana pasada las humeantes chimeneas de unas cuantas fábricas de Avilés. "Eso es riqueza", subrayaba. Y el turismo también, pensé para mis adentros, aunque visto lo que estoy viendo -lo que todos estamos viendo- a diario, albergo serias dudas acerca de si contamina más una fábrica o un complejo turístico.

Me cuenta el director de un hotel de Playa de las Américas que han tenido que cambiar tres veces las moquetas de los pasillos porque a los clientes más jovencitos les da por vaciar los extintores durante sus batallas campales. Eso cuando no quitan el colchón de la cama y se tiran con él a la piscina. O saltan desde el balcón sin colchón ni nada; una moda que hace furor en Baleares y Levante con funestas consecuencias. Para acabar, ayer recogían un par de periódicos nacionales la noticia de que vecinos de la Barceloneta están hartos de que grupos de italianos, borrachos como procede, corran por las calles en pelota picada y hasta entren de esa guisa en las tiendas a media mañana.

No ya el burdel, sino el cuchitril de Europa; en eso nos hemos convertido

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