Puede que a los que aún no lo sean los mantenga indiferentes, pero no cabe duda de que en nuestros ciclos vitales, si no cumplimos con todas sus etapas, no nos sentimos completamente realizados. La que culmina estas viene determinada por el desempeño del último papel que se nos otorga en el rol de la vida: el de abuelo. Y como bien me dijo un ilustrado Maximiano Trapero, que ya lo había vivido en sus propias carnes, la experiencia, en mi caso, iba a ser novedosa y enriquecedora. Descubrir el paulatino desarrollo intelectual de los nietos, con la serenidad que da el paso de los años y el alejamiento de las responsabilidades laborales, supone un ejercicio de lo más apasionante. Los Zipi y Zape que a mí me corresponden, como abuelo Cebolleta que me precio de ser, todavía, por suerte para ellos, discurren en la maravillosa edad de la inocencia, aunque gozan de una precocidad mucho más avanzada que la nuestra de antaño, quizá porque las conductas sociales y los adelantos técnicos van reduciendo aquel idílico marco de la fantasía, inducida por los testimonios orales heredados de nuestros mayores. Como contrapunto, en parte lesivo para su progresivo desarrollo, ahora los críos prácticamente nacen con un móvil en las manos, pues desde que habitan en el vientre materno están obligados a escuchar todo el abanico constante de mensajería telefónica; conducta que los convertirá en protagonistas de un diálogo en el que nunca se mira a los ojos del contertulio, sino que los aísla cada vez más de la realidad inmediata que los rodea, para adentrarlos en un mundo en el que las ideas y las decisiones ahuyentan el individualismo en pro de la tiranía globalizada, que los transforma de individuos conscientes en autómatas de sí mismos.

Pero mientras esta mutación va discurriendo de forma implacable, procuro enlentecerla amparado aún en la corta edad de mis descendientes, donde el suceso más reciente del mayor, Gabriel, se ha sellado con la pérdida de su primer diente de leche a los cinco años y medio de edad. Acontecimiento que es contemplado con asombro por su hermano menor, Darío, el cual, con un combinado de medias palabras y mímica gestual, propia de sus dos años y medio, intenta decirme que él también quiere que se le caiga un diente para que venga el ratón Pérez y le deje un regalo debajo de la almohada. O lo que es lo mismo, los hermanos más pequeños se contemplan en el espejo de los mayores para, en principio, imitar sus actitudes, al menos hasta que posteriormente vayan desarrollando su propia personalidad. Un carácter que vendrá forjado, inevitablemente, por la suma de las enseñanzas recibidas, en las que nosotros, por nuestra condición de veteranos y disponer de más tiempo libre, jugamos un papel esencial que se complementa con el que reciben de sus padres, más agobiados por las responsabilidades laborales y por el protagonismo que les corresponde en calidad de artífices de su existencia. Sin olvidarnos tampoco del rol que deberán interpretar luego los docentes que les corresponderán en la ruleta del azar. De ahí la suerte o la fatalidad que supondrá la correspondencia de un óptimo o un pésimo pedagogo.

No cabe la menor duda de que nosotros, mientras dure ese inevitable proceso de tránsito de la ingenuidad al más pragmático raciocinio, gozaremos conjuntamente con su evolución, que vendrá adobada de miles de ocurrencias infantiles que guardaremos en el almario de la memoria, conjugándolas muchas veces con las vividas anteriormente por nuestros hijos, y aún por nosotros mismos, que también experimentamos un día el mismo proceso y transición. Porque, no lo dudemos, cuando concluye la edad de la inocencia, se extingue el mejor capítulo de nuestro ciclo vital. Un tiempo de explosión de infinitos colores, ajenos a la escala de grises de la vida futura. Gocemos, pues, por irrepetible, del privilegio contemplativo de la etapa en que ahora militan nuestros nietos.

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