Clint Eastwood, nacido en California allá por 1930, confesaba que a él y a los demás niños de su generación les parecía normal que sus padres tuviesen que trabajar todo el día sin descanso para que en casa apenas pudiesen comer todos. Eran los tiempos de la gran depresión que siguió a la crisis del 29. Tuvo que esperar hasta bien avanzada la adolescencia para saber que el hambre padecida durante tanto tiempo era lo excepcional, no lo normal.

El domingo pasado, viendo el estercolero en el que se ha convertido la zona recreativa de La Caldera, en el monte de La Orotava, y la tranquilidad con la que los paisanos locales deambulaban entre la basura y los baches de la carretera -¿cuántas décadas, que no años, llevan sin arreglarla?-, me acordé de lo comentado por Eastwood sobre las privaciones de su infancia. Realmente muchos canarios, al no haber visto otra cosa, piensan que todo el mundo es así.

Pero no todo el planeta está alfombrado con cáscaras de pipas de girasol, salpicado de papeles por doquier, amén de latas de refresco, colillas a puñados y hasta pañales usados. Las fuentes públicas estaban asquerosas con restos de comida. Imposible acercarse a ellas para beber un simple trago de agua sin sentir arcadas. De nada servían los carteles recomendando a los usuarios unas mínimas normas de higiene. Definitivamente, leer no está de moda. Esencialmente porque pasarse esas normas por el arco de triunfo sale gratis.

Sale gratis aquí, pero no por ahí fuera. Una vez fui con unos amigos a un parque de Arkansas. Había una gran charca -casi un pequeño lago- con patos. A la gente le gustaba echarles comida. Para que el entorno no se convirtiese en un "bebedero de patos" -nunca mejor dicho-, la zona de alimentación estaba acotada por vallas. Echarles un simple mendrugo fuera de ella se pagaba con una multa de 1.000 dólares. Quise hacerme el gracioso y les tiré media galleta a los ánades donde no se podía. Los que me acompañaban se quedaron pálidos. "Please, Ricardo; no more, please", me suplicaron mientras miraban a un lado y otro atemorizados por si alguien había advertido mi felonía y nos denunciaba.

Y de Gringolandia a Baden Baden, en Alemania. Estuve en esa ciudad hace 24 años y la volví a visitar el mes pasado. Me llamó la atención que en los carteles de acciones prohibidas en el frondoso parque que rodea al casino -el mismo casino en el que Dostoievski se hizo ludópata y se inspiró para escribir "El jugador"- habían incluido encender barbacoas. Desde que los sudamericanos han tomado Europa parece que se imponen nuevas medidas. Quizá si vuelvo dentro de un año también hayan prohibido -un día de estos les cuento por qué- quitarse los zapatos y refrescarse los pies en el arroyo que atraviesa ese maravilloso espacio para el ocio en el corazón de uno de los balnearios más elitistas no ya de Alemania, sino de toda Europa. En Tenerife, en Canarias, en toda España se prohíbe pero no se sanciona. Me pregunto cuántos turistas seguirán viniendo a estas Islas el día que no tengamos un clima que, como dice Wolfredo Wildpret, todavía no nos hemos podido cargar.

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