La medida es más simbólica que real, pero está adoptada: Alemania retirará el permiso de residencia, y obligará a salir del país, a los inmigrantes procedentes de países comunitarios que no encuentren trabajo en un plazo de seis meses. A los no comunitarios los expulsan desde hace tiempo. Digo que la medida es más simbólica que real porque este país, al igual que todos los firmantes del Acuerdo o Tratado de Schengen, tiene suspendidos los controles fronterizos con cualquier otra nación signataria. En el caso de Alemania, todas las que rodean a la República Federal. Las fronteras reales de Alemania están trasladadas a Canarias, Malta y la isla italiana de Lampedusa por el sur, a Polonia y las repúblicas bálticas por el este, a Noruega y Finlandia por el norte y a las Azores por el oeste. Una persona que cruce el control de pasaportes en el aeropuerto Reina Sofía del Sur de Tenerife puede llegar al Cabo Norte sin que nadie vuelva a pedirle el pasaporte; ni siquiera el documento nacional de identidad. Por lo tanto, como reconoce Thomas de Maizière, ministro germano del Interior, será materialmente imposible sacar del país a las decenas de miles de personas susceptibles de ser expulsadas, entre ellas algo más de 10.000 españoles.

¿Rebrote de xenofobia? No han faltado acusaciones al respecto desde que se hizo pública esta medida el pasado miércoles. La realidad es más complicada. Para empezar, la libre circulación de personas amparada por el Acuerdo Schengen está limitada a un período de tres meses cada semestre. Para estancias más largas es necesario solicitar un permiso de residencia que en condiciones normales -motivos familiares o desempeño de un trabajo con el correspondiente contrato- se concede sin trabas. El problema surge con los abusos. Se estima que unos 10.469 españoles inmigrantes en Alemania cobraban a finales de 2013 la denominada ayuda estatal de seguridad básica para solicitantes de empleo; un 23 por ciento más que el año anterior. A falta de estadísticas actualizadas a los meses que llevamos de 2014, las previsiones indican que el guarismo de los inmigrantes hispanos no ha menguado sino todo lo contrario, teniendo en cuenta que en España, macrocifras económicas al margen, la crisis sigue vigente; al menos lo siguen sus consecuencias.

El gran problema no está, sin embargo, en los españoles, pese a que el sistema alemán de prestaciones es muy generoso con respecto al español. Un desempleado teutón de larga duración cobra 390 euros mensuales en concepto de ayuda caritativa, amén de una posible asignación adicional para gastos de alojamiento. En España esa ayuda es de 400 euros, aunque en años alternos para quienes lleven mucho tiempo sin encontrar trabajo, eso sí, sin los otros 184 euros mensuales que cobran los alemanes en situación de pobreza por cada hijo tanto si reside en Alemania como en otro país de la Unión Europea. Por si fuera poco, se puede optar a una aportación adicional de 400 euros para sustento alimenticio. En definitiva, una bicoca para los 150.000 búlgaros y rumanos que viven actualmente en Alemania al amparo de la libre circulación. "Libre circulación sí, abusos no", ha dicho el Gobierno teutón. Decisión que comparten tanto los socialdemócratas como los cristianodemócratas integrados en la gran coalición germana porque allí, tan al contrario que aquí, ni la derecha ni la izquierda viven en la época cavernícola en la que siguen inmersos el PP y el PSOE a la hora de ponerse de acuerdo, o de llevarse bien, en aquello que le conviene al país. "Hay que llevarse bien lo que hay que llevarse", sentenció un sabio político andaluz de nuestro tiempo. Los expedientes de regulación de empleo y las mariscadas de UGT dan fe de que su consejo no cayó en saco roto.

El caso es que en España las ayudas sociales que no se quedan por el camino -eufemismo para no decir directamente que se las maman los listos de turno- se despilfarran a diestro y siniestro, nunca mejor dicho. El otro día se anunciaba que el Gobierno de Rajoy iba a controlar más las operaciones de trasplantes de órganos a los habitantes del Peñón de Gibraltar. Resulta que los súbditos de su graciosa majestad -otra cosa no se ha visto- Elizabeth The Second, vejestorio de las cabezas coronadas -no abdica ni aunque le vaya la vida en ello- presumen muchísimo de ser british pero cuando toca chupar del bote sanitario cruzan la verja -acto que aprovechan para protestar por las colas- y vienen a España. Luego regresan y siguen poniéndonos a caer de un burro como país atrasado en el que jamás aceptarán integrarse. Huelga decir que desde que se produjo ese anuncio del Gobierno español de restricciones sanitarias no sólo para los llanitos sino también para los portugueses -aunque los portugueses no despotrican tanto de nosotros-, la progresía ha elevado las correspondientes protestas. Eso sí, sin salir del chiringuito playero. En este país lo único importante es que las gambas estén blanquitas y la cerveza muy fría; lo demás es secundario.

En el fondo subyace el mismo asunto de siempre: el Estado del bienestar fue posible cuando las vacas estaban muy gordas. Hoy no, se pongan como se pongan los de siempre porque, además de resultar económicamente inviable, se presta a abusos como los que quieren frenar los alemanes. No podrán expulsar, como dije antes, a esos casi 200.000 ciudadanos catalogados como vagos de oficio o aspirantes al título, pero sí apercibirlos de que están ilegalmente en el país, con todo lo que podría suponerles su nueva condición; en primer lugar, dejar de percibir esas magnánimas prestaciones.

Al final lo que se constata es que la Europa de las libertades sólo puede sustentarse en la honradez individual. El sistema no es compatible con la picaresca. Una decencia difícil de exigir cuando los políticos, empezando por la presidenta del FMI, que se niega a dimitir pese a ser inculpada por un delito de corrupción, nos ofrecen tan pocas muestras de integridad.

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