Me gustan las terrazas de las cafeterías y los lugares donde poder mantener una tertulia hasta altas horas de la madrugada. Por eso rompo hoy una lanza por los establecimientos con propio acento, esos que cada día escasean más, que parecen estar condenados a muerte, con sentencia inapelable y constantemente perseguidos por las franquicias de colorines que carecen de personalidad. Y es que un café de los de antes, o una cafetería de las consolidadas, es un foco intelectual de comunicación humana, un microcosmos denso y cálido que forma parte de la cultura viva de cualquier pueblo o ciudad.

Ya se sabe que los españoles somos dados a confundir con facilidad tradición con reacción, memoria con inmovilismo, y que estamos más pendientes de ser europeos que de mantener y defender la cultura popular. Todo es diseño. Donde quiera que mires hay un establecimiento de las cadenas de hamburguesas, pizzerías a la americana, tiendas de ropa, cafeterías, cervecerías, panaderías, dulcerías... casi todo ya es en cadena, casi todo carece de personalidad, de acento propio.

Se aprende viendo pasar la vida, hablando con los sabios camareros, degustando un café o un cortado en vaso de cristal que pedimos al que atiende en la barra llamándole por su nombre de pila, encontrándonos con los parroquianos de siempre, con los que compartimos raíces y el eco de las voces que nos precedieron en ese mismo lugar. A esto se le llama cultura viva, algo que se aleja de ese mundo de neón, camareras de gorritos multicolores y café servido en vasos de plástico.

Pensando así, entenderán que un sábado por la noche, al querer tomar un café decente, optáramos un grupo de amigos por ir a un tanatorio. Cierto es que el lugar es poco habitual, sobre todo por aquello de ver la vida pasar, pero sirven un cortado como Dios manda, dispones de una mesa y los parroquianos asistentes están más preocupados de sus emociones personales que de los comentarios en voz baja de esa gente vestida tan rara.

Y es que alguna lentejuela, los tacones y el maquillaje nos delataban. Aún así, los de seguridad respondieron a nuestro saludo y el camarero nos sirvió amablemente, pero con la advertencia de que tenían cinco fallecidos en las dependencias.

De más está añadir que nuestro comportamiento fue correcto, respetando el lugar, hablando en voz baja pese a que hicimos alguna broma sobre la situación, la cual tenía algo de humor negro. Un café con leche y un rato de charla nos reconciliaron con la madrugada de un sábado que estará en nuestro anecdotario personal, algo que hemos contado a algunos amigos que no han salido de su asombro.

Lo triste es que no se pueda ir a otro sitio sin que te confundan con las gentes de mal vivir -o buen vivir, depende como se mire-, sin un caballero capaz de pararle los pies a los deslenguados, pues las cafeterías han ido prescindiendo de esos camareros de siempre, sabios, conocidos, que saben distinguir la carne del pescado, que te llaman señora y te tratan de usted, que atienden con una sonrisa y agradecen el que visites el establecimiento, pues su cultura laboral pasa por querer hacer una buena caja para que repercuta en su salario. Los profesionales de hoy en día, básicamente los que trabajan de extras los fines de semana y por las noches, adolecen de esa formación humanista, lo que hace que añoremos -cada vez más- los cafés de toda la vida.