Cuando Israel decidió poner fin a la lluvia de cohetes que caían dentro de sus fronteras, todos sabíamos el desenlace casi con precisión. Con Hizbolá y Hamás todo es parecido. La guerra siempre se hace reversible (básicamente cuando los que la han iniciado la paran), pero nunca antes de que se hayan producido unos 2.000 muertos y los daños sean muy cuantiosos, que suelen equivaler al monto de la ayuda europea. Hizbolá como Hamás han hecho de ese umbral de muertes y destrucción el momento exacto para desactivar la guerra. Una vez han demostrado su capacidad militar y han puesto en evidencia el contundente poder militar israelí, que implica su descrédito ante los europeos, como gran coro que sacia cíclicamente su aversión a los judíos. Esta vez se olvidaban del "sionismo" (el mal más puro), para referirse directamente al Yavhé despótico y al judío histórico y de paso al Talmud, gente como Manuel Vicent o Antonio Gala, que iban a las fuentes con la mayor virulencia. Fase antisemítica explícita, se acabó el eufemismo "sionista".

Como lo sabíamos todos nosotros, lo sabía el Ejército israelí, que se atiene al guión marcado. Efectivamente se alcanzaron las cifras de siempre y se firmó la tregua, una vez puesto Israel y los judíos bajo las cuerdas de la opinión pública europea -la árabe está ante realidades mucho más descarnadas y cambiantes-. A la vanguardia de esta "opinión común" -que diría Todorov- está España, en concreto eso que llaman progresismo, al que nunca oiremos emitir algún reparo frente a las salvajadas de la teocracia medieval que gobierna a fuego Gaza. Como hemos vuelto a ver con las ejecuciones improvisadas de veintiocho presuntos y súbitos "colaboracionistas" de Israel, al día siguiente de la muerte de tres dirigentes militares de Hamás. Aunque esta vez no hayan arrastrado sus cadáveres con motos como en 2012.

Gaza no es Hong Kong. Pese a su escaso territorio hay núcleos poblaciones y hasta 2006 hubo 12.000 colonos israelíes dedicados exclusivamente, como se sabe, a la agricultura. Hamás no elige esas zonas agrícolas, sino lógicamente los grandes edificios para instalarse y dirigir sus operaciones. Es decir, que utiliza objetivamente a su población de escudos y rehenes. Solo así puede inflamarse el visceral odio antijudío ganando la famosa guerra de la opinión pública, que en España también se celebra sin rubor. ¿O acaso Hamás buscaba objetivo estratégico distinto a endosar a Israel el mayor número de muertos propios? Por fuerza, Hamás ha de pensar en objetivos ajenos a la victoria o éxitos militares, que sabe no va lograr. Luego sus previsiones y cálculos sin duda han de centrarse en la victoria moral ante la opinión pública internacional, aprovechando que es el único conflicto del mundo en el que la visceralidad fiera está servida y del que cabe decir todo: genocidio, holocausto, nazismo. La total subversión semántica.

Hay una pregunta que debe hacerse a Hamás y a su coro estratégico: si era posible alcanzar esa tregua -que es más de lo mismo- con muchos menos muertos y destrucción, o incluso sin ninguno. Más fácil: ¿Hamás pudo evitar todos los muertos? Esta pregunta es forzoso formularla desde el momento que, a la vez y muy cerca, otros seres humanos, como kurdos, caldeos y otros cristianos (preislámicos), turcomanos y yazidíes carecen de toda oportunidad de negociar nada con los yihadistas de EI. Ni siquiera salvarse.

Ocurre que ya hay en Siria 191.000 muertos de los que 6.000 son niños, cifras que en absoluto conmueven a nuestros progresistas y antisemitas genéricos. Los palestinos sin los odiosos judíos correrían la misma suerte: la nada.