A veces leo artículos de prensa que me llevan a recordar anécdotas que en su día escuché decir a veteranos periodistas que entonces eran mucho más jóvenes que yo ahora mismo. Entre esos periodistas recuerdo singularmente a Alfonso García-Ramos, que entonces era subdirector de La Tarde, y a Ernesto Salcedo, que dirigió EL DÍA.

Alfonso trabajaba de una manera muy peculiar, pues no lo hacía generalmente sentado, y en eso era como Hemingway: paseaba por el viejo caserón de su periódico, en el Callejón del Combate, con su puro largo y grueso en ristre, y cuando ya debía tener ordenadas en su cabeza las ideas se sentaba a la máquina y escribía sus textos (Pico de Águila se llamaba su serie) con una velocidad endiablada. Era discursivo en la oratoria, pero en la escritura era conciso y veloz como sus propias manos.

Generalmente era apasionado; como escritor político era audaz y metafórico, pero sin pasarse; siempre exponía sus pasiones con vehemencia (oralmente y literariamente), pero en él había un poso de melancolía (el que aparece en sus novelas) que le permitía la compasión. Pocas veces leí textos suyos que hirieran adrede o que procuraran la yugular de nadie.

Salcedo era más conciso, más azoriniano; lo vi escribir algunas veces, pero mientras que Alfonso escribía en público, en medio de aquella redacción decimonónica, don Ernesto, a quien siempre llamé así, lo hacía dentro de su despacho, sentado en un butacón de cuero negro y ante una máquina Olivetti gris o verde, como las que teníamos los demás. Salcedo escribía como si fuera a ponerse de pie, y lo hacía también con una velocidad endiablada; corregía muy poco lo que había escrito, o lo corregía por encima, y en seguida lo daba a la imprenta, donde los cajistas a veces le hacían sugerencias.

De los dos guardó muy buenos recuerdos, de uno por unas cosas y del otro por otras. Buenos recuerdos y mucha gratitud. Los periodistas nos hacemos en contacto con otros periodistas, y en mi caso me hice escuchando a estos dos y a muchos más. De ellos (y de la mayor parte de los periodistas que he conocido) me maravillaba y me sigue maravillando algo que a los que no son periodistas (y a los que lo somos) les resulta incomprensible: cómo tienen esa velocidad para plasmar por escrito lo que acaban de escuchar, cómo son capaces de llegar al cierre aún en los momentos más calientes de una noticia que no termina de producirse... En fin, misterios del oficio que uno desentraña a duras penas porque un periodista no termina de hacerse ni siendo veteranísimo como aquellos dos.

Entre las cosas que les escuché quería resaltar una que contaba don Ernesto Salcedo de sus tiempos en El Español, el periódico al que llegó cuando dejó de aspirar al sacerdocio y encontró que el periodismo eran su vocación y su carrera. El Español era una hijuela igualmente franquista, o del Régimen, del diario Arriba, y tuvo como director al que también lo fue de Arriba, el muy falangista Juan Aparicio.

Aparicio estaba encargado de proveer de editoriales encendidos al resto de los medios del Movimiento, que eran casi todos los periódicos españoles, y era el señalado para escribir también los editoriales de El Español y de Arriba. Salcedo contaba que cuando Aparicio se sentaba ante la máquina de escribir, una vez aclaradas sus ideas, o convenientemente encendidas por el fervor que exhibía en persona y por escrito, gritaba ante la máquina y ante todos:

-¡Se van a enterar en Moscú!

Sus editoriales eran, por supuesto, invectivas contra la conspiración judeo masónica que amenazaba a la España de Franco que seguía las instrucciones que venían de Moscú. Y contra esa conspiración y sus inspiradores gritaba Aparicio: "¡Se van a enterar en Moscú!".

Ahora hay muchas razones de recordar esa anécdota contada por uno de mis queridos maestros, pues en este momento del periodismo español, cuando la duda nos puede ayudar a reflejar también la incertidumbre de los ciudadanos, muchos nos sentamos ante la máquina para escribir invectivas contra algo o contra alguien, en lugar de compartir serenamente nuestras opiniones basadas en lo que sabemos y no en lo que suponemos. Todos tenemos esa tentación de Aparicio. Y nos iría mejor, me parece, si en lugar de gritar "¡Se van a enterar en Moscú!" empezamos a pensar tan solo en que se enteren los lectores, el público, los que de veras compran los periódicos para saber qué pasa y no para saber, exclusivamente, cuál es el objeto de nuestras diatribas.