"El turismo es una exportación hacia dentro". Eso nos decía el profesor de una asignatura llamada, si no me falla mucho la memoria, Formación del espíritu nacional, que se impartía en el bachillerato de los últimos años del franquismo. Cuando la cursé, creo recordar que en sexto, ya había muerto Franco pero como aún no había comenzado la transición perduraba la inercia del Régimen. El profesor no era mala persona. Un hombre del movimiento, esencialmente inocuo, que iba un par de veces cada semana al instituto, cuando le tocaba dar la clase, para ganarse unas pesetas. Al final había que examinarse pero nadie suspendía aquella "maría"; el nombre dado a las tres asignaturas "menores". Las otras dos eran educación física y religión.

Formación del espíritu nacional no era un asunto serio como las matemáticas, o la química, o la propia lengua española, ciertamente, pero algo había que dar. Lo menos que se pedía era ensalzar un poco las cualidades de la patria. España, la verdad sea dicha, no exportaba demasiado entonces. Tampoco lo hace ahora, pese a que las exportaciones se han mantenido a buen nivel -considerando lo que siempre ha habido- durante estos años de crisis. Construíamos barcos y los vendíamos bien porque los sueldos en los astilleros, incluso estando por encima de la media salarial que se percibía en este país, resultaban competitivos en el mercado internacional, y alguna que otra cosilla porque tampoco éramos un país industrial; seguíamos subsistiendo con una economía campesina -si es que a eso se le podía llamar economía- cuyos productos no lográbamos colocar en Europa, a pesar de su buena calidad y mejor precio, porque los gabachos nos volcaban los camiones apenas cruzaban la frontera. Ah, pero estaba el turismo. Visitantes que empezaron a llegar por miles, y luego por decenas de miles y hasta por millones a partir del boom de los años sesenta. Foráneos que no consumían nuestras papas, naranjas o lo que fuesen en sus países de origen debido a las dificultades intrínsecas para llegar a esos mercados, aunque daba igual si luego lo hacían aquí. La exportación hacia dentro del bueno de don Francisco; el profesor que nos formaba en el espíritu del movimiento, dicho sea sin segundas.

Mutatis mutandis, si los casi doce millones de turistas que llegan cada año a Canarias consumieran lo que podríamos "exportarles hacia dentro" sólo en productos agrarios, en vez de tener más de 350.000 parados deberíamos organizar una convocatoria de empleo a escala planetaria para cubrir los puestos de trabajo necesarios ante tan gigantesca tarea. Sin embargo, como lo que consumen esos millones de turistas no lo exportamos hacia dentro sino lo importamos desde fuera, tenemos brazo sobre brazo al 34% de la población en condiciones de trabajar. Uno de los porcentajes más altos de esa Unión Europea de la que nos llegan tantos turistas. "Hasta los vasos de papel los traemos de fuera", me comentaba recientemente un apreciado colega. "Es que cuesta menos importarlos que fabricarlos aquí", le respondí.

Normas europeas, naturalmente, pues para eso estamos en la Unión. Nos dejaron entrar para desmantelarnos la poca industria competitiva que teníamos en los años ochenta y, en el caso de Canarias, para acabar con la agricultura local. Europa necesitaba un país de esparcimiento con buenos camareros y docena y media de cocineros que se creen genios cuando no son sino eso: cocineros, con todos los respetos, pero no ingenieros capaces de diseñar coches de alta gama o teléfonos inteligentes. Para eso están los teutones, los gringos o los japos. Sé que esto suena a demagogia, pero no lo es a poco que reflexionemos sobre ello. Un canario, un español por extensión, teóricamente puede trabajar en cualquier país de la UE. La realidad es un poco distinta. Si alguien lo duda, que se lo pregunte a esas enfermeras españolas que se manifestaron el mes pasado en Alemania contra sus condiciones laborales: cobran la mitad que sus colegas germanas por hacer el mismo trabajo. También me pregunto si un español, ya sea canario, extremeño o valenciano, podría guiar a grupos de turistas por un espacio natural de Alemania con la misma facilidad que un alemán lo hace en Tenerife.

Las leyes comunitarias hay que cumplirlas. Ya se encargan los comisarios de Bruselas de que sea así. Pero toda norma conlleva su excepción. Máxime cuando estamos en una región ultraperiférica, salvo que eso sea sólo una expresión más en el habitual discurso hueco de los nacionalistas al uso. No vamos a volver a los buenos tiempos que acabaron en 2007. Sin embargo, tampoco podemos resignarnos a vivir en estas condiciones. A subsistir con una economía de guerra, como señalaba adecuadamente el comentario editorial de este periódico ayer sábado. Si de verdad somos ultraperiféricos, como han aceptado en la UE que lo somos, hay que gravar ciertas importaciones y destinar el dinero recaudado a subvencionar las producciones propias; al menos las que estén ligadas a generar puestos de trabajo. Lo contrario supone seguir en la miseria no únicamente material sino también moral de seguir en el pelotón de cabeza del desempleo comunitario.

Lejos de pelear políticamente por esas excepciones en Madrid y en Bruselas, prefiere el nacionalismo vernáculo, y el socialismo acomodaticio que lo apoya, enarbolar la bandera del petróleo y otras similares. Una estrategia que les aporta réditos políticos, nadie lo niega, pero que no va a crear ni un solo puesto de trabajo; más bien, lo contrario. Si de verdad quiere Paulino Rivero aprovechar los meses que le quedan -difíciles meses, lo reitero- para salir de la Presidencia regional por la puerta grande, tiene una magnífica oportunidad de hacerlo no ya consiguiendo esas imprescindibles excepciones -para ello se necesita bastante más tiempo-, pero sí señalándole el camino a quien venga detrás, sea o no de su propio partido pues el futuro de unas Islas habitadas por más de dos millones de personas debería estar por encima de las ideologías. Lástima que escribir esto tenga el mismo valor que un sermón en el desierto.