Lo curioso de este nuevo derecho a decidir inventado en España en fecha reciente por el prócer Juan José Ibarretxe -aquel vascongado pedregoso que fue lehendakari-, es que se presenta como la quinta esencia de la democracia, su gran prueba del nueve, aunque sea ocurrencia muy reciente. Uno no sería demócrata o muy poco si no apoyase el nuevo derecho inventado por españoles para españoles.

La hondura política y de legitimidad también la dio Ibarretxe, ya que el derecho se sustenta en ese fundamento máximo del logos, como es la interpelación "¿qué hay de malo en ello?". Con lo que le metió el temple moral, el argumento de reclinatorio vasco.

Pensado con tanta enjundia, en decidir no hay nada malo, salvo que decidas invadir un país vecino, privar de enseñanza en su idioma materno a niños, ahorcar gays, instaurar la pena de muerte, llevarte el 3% de las obras públicas... Mejor no seguir, da miedo pensar todo lo que se puede decidir.

El derecho a decidir no tiene cabida en el constitucionalismo o el pensamiento político. Simplemente entronca en aquel gran debate escolástico sobre el libre albedrio con la voluntad como insobornable decisión de perseguir la rectitud. No hay más que justificación moral del derecho: un dilema escolástico. Un binomio de extraordinaria potencia teológica tanto en la baja como alta edad media.

El derecho a decidir catalán es concomitante al canario ante las prospecciones petrolíferas en una cosa no menor: su carácter de prolegómeno y condición.

Los catalanes no pretenden ahora el derecho a la autodeterminación, sino ejercer el derecho a poder tenerlo, los canarios no pretenden debatir a favor o en contra del petróleo, sino el derecho a no tenerlo antes incluso de que fuera posible poseerlo. En los dos casos se trata de algo previo que eluda lo esencial. Todas estas fiestas están montadas en torno a las condiciones de posibilidad de que algo pueda ser o no ser. No en que sea o no de una vez, inmediato y real, sino en su umbral previo. Es lo que quiero que ocurra antes: votar para votar otra vez (Cataluña) o votar antes para que no se pueda votar después (Canarias). Esto es el genio español, tan propio.

El derecho a decidir no sólo es disputa escolástica, sino desde que están tan comprometidas las condiciones de posibilidad para ser o hacer, pasa a ser tema kantiano de primer orden. Kant asistiría perplejo a esta proyección política de su epistemología.

Estamos también ante la recuperación de aquel viejo asambleísmo de universidad franquista donde resultaba tan fundamental votar qué votar.

El invento del vascongado pedregoso es marca España, pero eterna. Sin parangón. Nada que ver con la Corte Suprema del Canadá que con su dictamen obligó al gobierno a redactar la Ley de Claridad para la autodeterminación de Quebec. Una sola vez, y sí o no.

No vale poner de ejemplo los referendos de Suiza, que fue la Confederación Helvética hasta los años 90 del siglo pasado. Al ser confederación no hay un poder omnímodo, por lo que dominan las partes, y además su democracia es directa y representativa.

Todos estos inventos españoles demuestran que tras la variedad folclórica de las regiones de España, una panoplia de pequeñas diferencias, a poco que se escarbe aparece el subsuelo común y eterno de esa España de granito y pedernal, tan homogénea, con sus emanaciones de clausura, cerrazón de aldea, nunca segundas oportunidades o reversibilidad, añagazas y simulaciones.

Defiendo la unidad de España porque la comunidad internacional no se merece más de una España (y no tres o cuatro), con una tiene de sobra.