Como en todos los momentos preconstituyentes, nuestro país fue una orgía de legitimidades. Cuando todo el aparato legal franquista se estaba desmoronando, buena parte de la acción comunicativa radicaba en las pancartas y megáfonos. El sintagma más coreado era "exigir nuestros derechos"; bajo una suma de pancartas y banderas infinitas, la idea de obligaciones se diluyó. Parecía que la calle era trasunto de una cámara legislativa en la que tomaban asiento la legitimidad de cada reivindicación. Dos fuerzas ocupaban la calle: la izquierda y nacionalistas, que en el asfalto fraguarían una solidaridad estratégica, que se ha mantenido hasta el otro día.

No se puede ignorar que la izquierda española ha mimado siempre la lucha y acción de masas, la calle, en lo que le ha acompañado los nacionalistas. Cierto que sin ninguna pretensión insurreccional o de contrapoder popular (hasta ahora, y en Cataluña), pero sí como superación de la política representativa. Acciones revestidas de máxima legitimidad en el frontispicio del simbolismo democrático español.

Si hay algo que diferencia a España del resto de los países europeos es la prevalencia y prestigio de la legitimidad, cualquiera que esta sea, frente a la legalidad. Desde los derechos históricos del País Vasco y Navarra que se incrustaron en la Constitución del 78 (gracias a ETA, por cierto) hasta los de Cataluña, o los de la calle, como el 15M, siempre se vive como absoluta potencia democrática todo aquello que suplante la voluntad popular expresada en urnas y mayorías.

La casi total falta de estima de la ley en España se corresponde con la superstición de la ínsita bondad que acompaña a la legitimidad, cualquiera que sea la invocada. La ley siempre trunca y pone límites a deseos o fantasías. Es cuando los españoles se identifican plenamente con el oprimido, perseguido, desgraciado, que suele pasar porque la ley frustra sus demandas y ahoga su porción de felicidad a que tiene todo derecho. En España la ley siempre es mala y los deseos o cualquier reivindicación, de naturales y legítimos, solo merecen su expansión sin freno. La calle en todo caso parece legislar. Como hay sociedades maduras en las que el respeto a la ley nadie osa cuestionar, hay otras muy infantilizadas, como nuestra sociedad, para la que la ley no deja de ser un corsé facha.

España, históricamente, es un país muy mal avenido con la idea de límite, que es la ley. Un ejemplo es la misma Cataluña, a pesar del seny y su burguesía. No debe olvidarse que las alteraciones de orden público, las insurrecciones, los atentados, los enfrentamientos armados estuvieron al orden del día durante la primera parte del siglo XX, y muy especialmente durante la República. No hay más que leer a Orwell o recordar la Semana Trágica... donde mayor fue la violencia en España durante décadas

La fuerza de esas presunciones ha favorecido hasta el infinito las concesiones sistemáticas, la eterna negociación, y ha escondido vergonzosamente el límite de la sujeción a la ley. La ley en este país apenas sostiene nada que no sea la gestión ordinaria de las cosas, y carece de toda aura.

Max Weber nos enseñó que no hay legitimidad sin legalidad. Tanto Habermas como Apel establecieron que no hay legitimidad previa o distinta a la legalidad, sino que es un binomio que se basa en el consenso intersubjetivo, dando trascendencia a los procedimientos y garantías que lo articulan, es decir, la ley decidida por todos. No se puede vulnerar ese "contrato social" autorregulativo.

Pero ¡por fin! hemos llegado al hecho insólito: que se defienda la ley por ser ley. Esto ya no parece España.