Ciertamente hay muchas diferencias entre la sociedad norteamericana y la española. La primera es que aquí sacrificamos -sin que sufra dolor- a un perro susceptible de trasmitir una enfermedad mortal y allí ejecutan sin piedad a los condenados a la pena capital, en varios casos últimamente tras un proceso agónico. Los laboratorios farmacéuticos se niegan a vender fármacos para acabar con la vida de una persona y los verdugos deben recurrir a otras drogas no suficientemente probadas. Le sucedió hace unos meses a Clayton Lockett; un recluso de 38 años sentenciado a muerte que se retorció y jadeó durante 40 minutos antes de expirar cuando le fue administrada una inyección nunca usada previamente en el estado de Oklahoma. Un gran detalle de humanidad, sin la menor duda, aunque a la Justicia de los gringos no debió parecerle suficiente porque poco después, ya en julio de este año, Joseph Wood tardó dos horas en morir ejecutado en una prisión de Arizona. Según sus abogados, estuvo una hora jadeando y resoplando en la camilla.

Cabe señalar como otra diferencia sustancial el que en España tampoco sea habitual que un demente, pero aun así con todas las facilidades para comprar armas, entre en un colegio y liquide a una veintena de niños. Ciertamente no es lo mismo matar a un niño que a un can. Hace un par de días murió un motorista en Tenerife porque se le cruzó un perro, lo hizo caer y lo atropelló un coche que venía detrás, cabe suponer que respetando la distancia de seguridad. A las pocas horas ya había un comentario enviado a unos de los periódicos digitales que publicaron la noticia en el cual el remitente se interesaba por lo que le había sucedido al perro, pero no por los familiares que dejaba el fallecido. Señal inequívoca de que todavía no estamos a la altura de algunos países anglosajones pero nos aproximamos a ellos a buen ritmo.

No anda lejos el día en que hagamos lo mismo que los habitantes de Vancouver cuando les recaló una lancha con veintitantos chinos, todos ellos inmigrantes ilegales, y un perro. A los chinos los encarcelaron bajo siete llaves hasta que los expulsaron de Canadá como agua sucia pero el can corrió mejor suerte. Hubo tantas personas desesperadas por "adoptarlo", que fue necesario organizar un concurso público para encontrar a la familia más idónea.

Hay otras diferencias esenciales entre ambos países pero cito sólo una más para no cansar. Si Teresa Romero supera finalmente su enfermedad -Dios lo quiera-, volverá a su vida normal aunque no tenga a su mascota. Nina Pham, la enfermera contagiada en Estados Unidos, si sobrevive tendrá a su perrito pero también una deuda de medio millón de dólares que la dejará hipotecada para el resto de su vida, salvo que su seguro médico privado se haga cargo de la factura -suele mediar una larga batalla legal en estos casos- o que le caiga del cielo un mecenas. Puesto a elegir, me quedo con la "barbarie" española; incluida una sanidad con sus defectos pero también con sus virtudes, entre ellos la de ser gratuita para todos.

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