Los jóvenes son el espejo en el que se ven nuestros sentimientos, y por consiguiente constituyen el reflejo de nuestra experiencia.

Hay uno que me suele preguntar por el odio, de dónde viene. A veces le cuento una anécdota que contaba Francisco Ayala, el escritor granadino, que vivió, naturalmente, "la construcción del odio", como llama Paul Preston a los prolegómenos de la guerra civil entre españoles. Según Ayala, las personas podían denunciar a sus vecinos simplemente porque los habían saludado con frialdad, porque reñían por las lindes o porque simplemente no se soportaban.

Antes de la guerra esas denuncias acababan en riñas infinitas, pero, decía Ayala, cuando la guerra se declaró cualquier señalamiento perverso de esa naturaleza podía acabar en muerte por fusilamiento, pues entonces ya se habían abierto de manera dramática las hostilidades.

Aunque entre nosotros, en Canarias, comenzó la guerra, aquí no se libraron batallas, pero sí estuvieron presentes las delaciones propias del odio entre vecinos, y hubo asesinatos ignominiosos de los que la historia tiene recuerdo.

En ese libro en el que Preston ofrece el recuento escalofriante de la escalada del odio (El Holocausto español) está tan pormenorizada la escalada de la barbarie que leerlo sólo ya sería suficiente como para entender que jamás podría volverse a eso, que jamás iba a volverse a eso. Y ojalá ocurra que jamás pase de nuevo...

Eso, por otra parte, es lo que se pensaba mientras ocurría, por cierto, y por eso muchos, de un bando y de otro, trataron de buscar paz, piedad y perdón, y por eso, además, tras la larga dictadura vivimos el futuro tratando de olvidar el pasado para que no se repitiera su sensación de sangre.

Pero el odio sigue, es tan latente que parece natural, porque quizá lo sea. De hecho, después de aquella contienda fratricida hubo otra en la que tuvimos también nuestra parte, fue la segunda guerra mundial, marcada a fuego por las tracas de Adolfo Hitler, que llevó a la humanidad a una matanza que incluyó vejaciones de raza y todo tipo de insultos sangrientos a la esencia misma de la humanidad, la libertad y la vida.

La huella fue tremenda, pero no se acaba; es evidente que en el mundo el odio sigue siendo el maldito motor de las guerras, y también de las guerras chiquitas, esas que protagonizamos cada uno de nosotros cuando despreciamos al igual, al prójimo, cuando sentimos que podemos vejarlo de palabra, por su manera de estar, por su estatura, por sus opiniones, por su forma de ser, simplemente porque no nos gustan su rostro, su pelo o su voz.

Eso ocurre, nos ocurre a todos, todos estamos facultados para el odio, y todos lo ejercemos de una manera de otra: en forma de venganza, en forma de insulto. Cada día. ¿Qué hacer en contra? La gimnasia de la inteligencia ayuda; pero es una gimnasia, no se improvisa, y ha de ejercerse a diario, ustedes la tienen que ejercer, para reconstruir la sociedad, para hacerla mejor, le suelo decir a este joven amigo que me pregunta de dónde viene el odio.

Y estos días en que me lo ha vuelto a preguntar, por razones que él sabrá, llegó a mis manos una luminosa entrevista (que se publicó póstumamente) a Albert Camus. En él, el autor de El extranjero, que murió en accidente pocos días después de haber enviado esas respuestas a la revista argentina que se las había remitido, responde esta pregunta:

-¿Cómo ve el futuro de la humanidad? ¿Qué deberíamos hacer para conseguir un mundo menos oprimido por la necesidad y más libre?

Y esto respondió Camus:

-Dar, cuando se puede. Y no odiar, si se puede.

Nada más, le digo a mi joven amigo, no hay que hacer nada más para quitar el odio de nuestro horizonte.