Si uno de cada siete jóvenes británicos -lo acaba de revelar una encuesta- confiesa simpatía por el Estado Islámico, parece evidente que no es España el único país con un serio problema de desafección ciudadana hacia sus gobernantes. Hasta hace poco cabría preguntar por qué unas nuevas generaciones, muy activas contra cualquier forma de violencia en su entorno familiar, académico o profesional, no le hacen ascos a unos individuos que degüellan a sus rehenes, lapidan a las mujeres acusadas de adulterio y cometen tropelías que no se veían desde la época de los nazis. A día de hoy esa pregunta sobra porque a nadie se le escapa que los políticos se han hecho antipáticos aquí y allá; una forma eufemística de decir que se han hecho odiosos por consentir las corruptelas.

Es lógico que la gente reaccione con esa animadversión pero al mismo tiempo resulta preocupante que el remedio elegido sea peor que la enfermedad. Corría ayer el rumor de que la última encuesta del CIS, de inminente difusión, sitúa a Podemos por delante del PP y del PSOE en intención de voto. Bulo o no -el lunes salimos de dudas-, nadie puede negar que muchos de quienes optaron por el PP o por el PSOE en los últimos comicios no tendrán reparos en entregar su papeleta el próximo año a esta formación. Un suceso posible, e incluso probable, que tiene en vilo a las cúpulas dirigentes de ambos partidos. Porque aunque Podemos siga aún por detrás de los dos partidos mayoritarios, negar el creciente apoyo popular que está logrando Pablo Iglesias sería cerrar los ojos a la evidencia.

Lo fácil en estos momentos sería decir que ambos partidos se lo han buscado debido a su mano blanda con los corruptos. Le pasó en su día a Felipe González con los beneficiarios de los fondos reservados y con Roldán, cuya inocencia defendió hasta el último minuto ante quienes iban a avisarle de sus andanzas.

Le está sucediendo ahora mismo a Susana Díaz, reticente a expulsar del PSOE andaluz a algunos señores relacionados con los EREs. Y le está aconteciendo a Mariano Rajoy porque, no nos engañemos, el PP no echó a Bárcenas hasta que no le quedó más remedio, mientras que en el caso de Rodrigo Rato esperaron a que pidiera él mismo la suspensión temporal de militancia. Únicamente al desatarse el último escándalo han decidido en la calle Génova actuar con contundencia. Quizá sea un poco tarde.

Culpar a los partidos, insisto, sería lo fácil. Muchos son los que están frotándose las manos ante la debacle que se les viene encima a unos políticos que en general no son indignos, eso por delante, pero que no han sido intolerantes, ni mucho menos, con los sinvergüenzas. Pero optar por Podemos supone castigar a sociatas y peperos azotándonos en nuestra propia espalda. La indecencia es irrespirable pero la utopía revolucionaria siempre ha acabado en un gigantesco desastre.

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