En un breve intervalo de tiempo he recibido dos llamadas telefónicas, ambas desde la capital. Se ha adelantado José María Velázquez, amigo de la infancia, adolescencia, juventud y vejez, además de paisano por nacimiento pueblerino, aunque él vive, desde hace muchos años, en Santa Cruz. Como somos octogenarios, a nadie sorprenderá que hayamos hablado de cosas de viejos. Luego, cuando ya nos habíamos contado todo, mi amigo me dio un gran susto. Pero no se asusten también ustedes porque a José María no le ocurre nada. Ningún percance, quiero decir. Sucedió simplemente que José María ha tenido la ocurrencia de dictarme, una a una, varias de las palabras que nuestra querida Academia nos ha regalado recientemente. Llegué a pensar que mi amigo y paisano bromeaba o que quería tomarme el pelo. Pues no, señor, Hablaba muy en serio.

Ya sé que ustedes, como yo, habían oído decir, más de una vez y más de catorce, la palabra murciégalo. Y también la palabra toballa, Y la palabra almóndiga. Y la palabra vagamundo. Y la palabra crocodilo. Pero también saben ustedes que son voces que solo suelen emplear las personas que tienen una cultura más bien baja. O sea, que rondan el analfabetismo. Sean de pueblo o de ciudad, que en todas partes cuecen habas. Pues bien: la Academia que preside don José Manuel Blecua, hijo del autor de mis libros de Literatura en el bachillerato, las ha dado por buenas. Quiero decir que ya son correctas. Y que ustedes y yo podemos emplearlas sin temor alguno.

Después de unos segundos de estupor, le pregunté a mi amigo si también se habían admitido los vocablos estógamo y micobrio. Me dice que no; pero yo no puedo evitar el recuerdo del fenómeno literario que se llama metátesis y que, como ustedes saben, consiste en cambiar de lugar una o más letras, dentro de una palabra. Y esto no solo suele hacerlo el vulgo, sino también la Academia del señor Blecua, para cambiar, fijar y dar esplendor al idioma, que las acepta con plena satisfacción, mientras mi amigo José María y yo no podemos evitar la carcajada. Vivir para ver. Espero, por supuesto, que pronto nos acepten palabras nuestras, como dispués, alcontré, ansina y otras del mismo calibre.

Para ver si se me pasa el disgusto, abandono a José María y me voy a la otra llamada telefónica, que me permite cambiar impresiones con José Luis Concepción, amigo desde hace unos años, aunque políticamente él recorre un camino y yo otro muy, pero que muy, diferente. Pero José Luis no me ha llamado para hablar de política, sino de esta dichosa Gramática a la que casi todo el mundo golpea un día y otro. Yo no me incluyo porque, cuando no acierto, no lo hago con premeditación y alevosía, sino porque mis conocimientos no van más allá de los que suelo dejar expresado. Aparte de que siempre pido disculpas. Lo cierto es que José Luis me pregunta si yo empleo el verbo incautar o el verbo incautarse. Yo, la verdad sea dicha, me quedé como suele decir mi sobrino Lolo, alucinado y anonadado. Y es que no recuerdo haber utilizado tales verbos en toda mi vida. En su lugar he empleado confiscar, requisar, decomisar, embargar... Pero quiero ayudar a este amigo a salir de la duda, que también a mí me invade. Consulto el DRAE, el María Moliner, el Clave (donde puso su mente mi amigo Humberto Hernández), el Vox, el Larousse, el de don Manuel Seco, el Panhispánico de Dudas... ¡Que si quieres arroz, Catalina! No me entero, pero yo no tengo la culpa. Sé que los siete diccionarios consultados no han querido ponerse de acuerdo. Hagan ustedes el mismo intento que yo y se convencerán de cuanto les digo. ¿Vale incautar o incautarse? Para unos es mejor judías que lentejas. Para otros son mejores las lentejas que las judías. Así que, como les dije antes, estoy tan anonadado y alucinado como mi sobrino Lolo. Perdona, José Luis, pero no puedo ayudarte. Pídeselo a Santa Rita.