En este momento hay un senador por su provincia escondido debajo del edredón rezando para que el escándalo del troteo insular de Monago pase pronto y ningún periodista de su ciudad le pregunte a él por sus viajes. El individuo dijo a su esposa que marchaba de cacería, recogió el neceser y una muda, se echó la escopeta al hombro y se despidió hasta el lunes. Acto seguido, se dirigió al aeropuerto, aparcó su automóvil, guardó los cartuchos y pertrechos cinegéticos en el maletero del vehículo y tomó un avión con rumbo desconocido. Volaba hacia menesteres inconfesables. Solo un golpe de mala suerte desmontó la impecable coartada: un perro policía olisqueó la pólvora, los agentes descerrajaron el maletero del coche y se destapó el matute. El cazador, cazado. Puede ser leyenda urbana o rústica, pero perfectamente verosímil.

Lo bueno de todo este tótum revolútum es que hemos pasado de un Senado con fama de inmovilista e inútil a un Senado que, a lo que se ve, es un viajar continuo, un vaivén de estaciones, un carajal de aeropuertos, un ir y venir desenfrenado. Si está usted leyendo esto en un aeropuerto, tenga en cuenta que el señor tan amable que está delante de usted en la cola puede ser un senador.

Habrá senadores que tendrán un amor en cada aeropuerto. Los habrá en su inmensísima mayoría muy mirados por el dinero público, que sólo hagan desplazamientos innecesarios. Pero, reconozcámoslo, la tentación es grande: pueden ir donde se le ponga en las narices gratis. Y cuando quieran. Sin dar explicaciones. Y con esa difusa línea que separa a veces lo que es una obligación con una devoción. Asistir de oyente a una conferencia en Chipude puede ser una ocasión propicia para posterior tenderete, libre de ataduras familiares.

La analogía con la historia del cazador tiene escaso recorrido, dicho sea en beneficio del cazador cazado. Lo que estaba en juego era su dinero, su moral y, a la postre, su problema doméstico. Lo que está en juego, en el caso de Monago, es nuestro dinero, la falta de fiscalización y la percepción colectiva de que existe un abuso generalizado. La reacción ciudadana muestra a las claras la diferencia: las peripecias del marido infiel mueven a la burla y al chiste machista; los viajes canarios del exsenador extremeño solo producen cabreo.

Más grave todavía que el caso Monago resulta el amaño bipartidista para darle carpetazo. La solución del escándalo parecía sencilla: se solventaba con un cese y una norma. Con la dimisión de Monago y con un código que impidiese a sus señorías viajar de balde hacia el sol de Tenerife, el marisco gallego o la luna de Valencia. Pero no: PP y PSOE han decidido, de común acuerdo, lavar los trapos sucios cada uno en su casa. Un paso, sin duda, insuficiente. Ante las críticas recibidas, los socialistas anunciaron, al día siguiente del citado acuerdo, que informarán con detalle de la agenda y de todos los viajes de los diputados y, si es posible, desglosarán su coste. Menos mal. El PP como si oyese llover. Si cada desplazamiento está justificado por la actividad político-institucional, no deberían temer a la exposición pública. El ciudadano preferirá abonar el pasaje a quien por la mañana visita la cofradía de pescadores de Vigo, a mediodía se reúne con los alcaldes del Valle de Arán y por la tarde mitinea en El Hierro, que a quien vegeta todo el día en el casino o busca la sombra de la palmera. Por eso el oscurantismo, como el estiércol, además de oler mal, abona la suspicacia: ¿De verdad van de caza sus señorías? Feliz domingo.

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