Desde que doña Monsi se levantó de la silla de ruedas donde se recuperaba de su rotura de cadera para decir que no habría árbol de Navidad en el edificio y comprobó que la placa de metal aguantaba su peso, las cosas han cambiado. Ahora no para de moverse de un lado a otro y, con lo pequeñita que es, a veces no sabemos bien dónde se ha metido. Y eso que el médico le dijo que, a su edad, es peligroso volverse a caer y que un paso en falso podría ser definitivo para postrarla en una cama.

-A mí no hay quien me tumbe -le espetó en toda la cara al pobre médico.

Carmela, que se ha aficionado a los calditos de pollo -de hecho el otro día en vez de lejía le echó Maggi al agua de las escaleras-, se pasa el día llamándola por el hilo musical del edificio.

-Atención, doña Monsi. El caldito está ya en la mesa. Si no viene se le enfriará -le escuchamos decir el otro día.

Ella nunca aparece ante estas llamadas. Bernardo dice que la pobre señora también debe estar sorda y que eso es un peligro añadido.

Para peligro, el nuevo matrimonio recién llegado al edificio -María Victoria y Alberto, que sí que oyen y bastante bien, porque fueron ellos quienes a la primera llamada subieron y se zamparon el caldito. Carmela puso el grito en el cielo, acusándoles de ladrones y las hermanísimas tuvieron que bajar a poner paz en la discusión.

Después de diez minutos diciéndose barbaridades unos a otros, llegamos a la conclusión de que todo se había debido a una confusión causada por Alberto, el marido, al responder la pregunta de su mujer, María Victoria.

-Eso que acabamos de oír de que ya está el caldito en la mesa, ¿es para nosotros también? -le había preguntado ella.

-Claro que sí -le había respondido él y ella no se acordó de que, desde el golpe con el palo de golf, cuando Alberto decía no quería decir sí y viceversa.

Así que, sin pensárselo dos veces, subieron a tomarse el caldito.

A la pobre mujer, embutida en un mono ajustado con manchas de cebra, le dio un sofoco al darse cuenta de su error y pidió disculpas, pero le dijo a Carmela que tuviese más cuidado con el exceso de sal que le echaba al caldito.

Viendo el estado de nerviosismo en el que se encontraban, Brígida acompañó al matrimonio al ascensor para que subieran a su piso, pero, cuando se abrió la puerta, apareció la cara de Tito, el hijo de la Padilla, que ha vuelto a casa por Navidad y que les pidió el ticket para poder entrar. Todos nos quedamos con los ojos más abiertos que el emoticono del móvil y fue Úrsula la que preguntó a qué se refería.

-¿No les han contado? Mi madre ha comprado el ascensor y desde hoy, si quieren usarlo, tienen que pagar.

-Niño, déjate de tonterías y sal de ahí. Eso es imposible. El ascensor es del edificio y lo pagamos todos -le gritó Úrsula.

Tito se negó a dejarles entrar y accionó la reja de seguridad que le permitía seguir hablando con nosotros pero que nos impedía el paso desde fuera.

-Esto es ilegal. Además, doña Monsi no nos ha dicho nada y ella es la presidenta -le aclaró Carmela, mientras a María Victoria le empezaba a dar otro sofoco y acabó tirada en el suelo.

En ese momento, apareció doña Monsi, que llegaba de la peluquería, con lo que medía casi el doble gracias a los dos litros de laca que le sostenían el peinado cumulonimbo. Carmela, Bernardo, Úrsula, Brígida, Alberto y yo nos lanzamos sobre la pobre mujer para que pusiera orden en aquella estupidez del ascensor.

-¡Silencio! -gritó. Como el médico me recomendó tranquilidad, le he dado la subpresidencia del edificio a la Padilla, así que disuélvanse y quiten a ese animal de mi rellano -dijo señalando a María Victoria que se encontraba desmayada en el suelo y parecía una cebra moribunda.

@IrmaCervino