Jamás tuve la menor duda de que Tindaya casi era una creación de Eduardo Chillida, que sus signos podomorfos, aunque no descubiertos por él, sí fueron sacados del desprecio y la ignorancia, y que sin Chillida Tindaya volvería a dejar de existir por completo. Como ocurrió. Eran más que dudosos todos aquellos amores que de súbito Tindaya despertaba; la arqueología, lo mítico simbólico, el arte no podía tener tan intensos y repentinos admiradores. Era igual de sospechoso que un ecologismo de ocasión -no eran precisamente los Verdes alemanes que lanzaron a Cohn-Bendit, ni a Joschka Fischer- pudiera integrar valores mítico-simbólicos, de resacralización de espacios aborígenes y estéticos. Imposible.

Hace dos semanas pude ver en el Guggenheim de Bilbao grandes piezas de alabastro de Chillida que recreaban Tindaya, con su cubo central (una exigua parte del interior de la montaña) y sus tres embocaduras a la luna, al sol y al horizonte.

Una de las más espectaculares obras que habría hecho el hombre, un lugar de recogimiento y asombro ante la tierra y el cosmos, de introspección y solidaridad humana. Era el Guggenheim de Canarias sin duda.

Curiosamente nuestros medioambientalistas, tan conservadores, han tenido siempre la suerte de que los proyectos estéticos más radicales y novedosos hayan aparecido contaminados por la corrupción. Como si fuera imposible depurar responsabilidades penales y mantener las propuestas artísticas que beneficiarían a Canarias por innovadoras, el prestigio de las figuras mundiales actuantes y las asombrosas intervenciones en el paisaje.

Jamás serían esas intervenciones las que contribuyeran al desastre paisajístico con que arrasamos nuestro territorio a diario.

Chillida pretendía acercarnos a la esencia colectiva de los primitivos pobladores, establecer su contigüidad con ellos; en lo fundamental nuestros instintos, emociones y sentimientos poco han evolucionado en relación a la técnica y civilización.

El mamotreto -no debimos olvidar a los primitivos- es ahora nuestro Anticristo, el principio negativo, lo que hay que conjurar ¡todos a una! a cualquier precio. El mal. ¡Chillida, cuánto nos pudiste ayudar a entenderlo!

¿Hemos visto el mamotreto terminado y en relación al conjunto de la playa? ¿Y acaso modificado?

Su autor, el arquitecto Dominique Perrault, lo es también, entre otros, del legado de Miterrand a París: la Biblioteca Nacional de Francia, y que son ¡cuatro mamotretos!

Hay muchos peores mamotretos en la historia del arte: desde las pirámides de Egipto, pasando por la Torre Eiffel, a los rascacielos de Chicago. Sus contemporáneos nos darían constancia de ello.