Vaya por delante una realidad: los Estados se mantienen por la fuerza. No en balde el Estado se atribuye solamente a sí mismo el uso legítimo de la violencia. Contra enemigos exteriores o interiores, incluidos, en su caso, los propios ciudadanos. Las sociedades que llamamos de bienestar funcionan porque existe el Estado fiscal, es decir, porque se cobran impuestos de forma coactiva. Los Estados garantizan servicios y pensiones a los ciudadanos a cambio de quedarse con una parte de la riqueza que generan con su actividades laborales o empresariales.

Ortega decía que los pueblos no conviven por estar juntos, sino porque tienen proyectos que realizar juntos. Porque existe, además de la realidad jurídica de la organización política y administrativa, una realidad sentimental. Y ese es justo el meollo del problema al que nos enfrentamos con Cataluña. Porque la idea de un Estado catalán, soberano e independiente, es primero un sentimiento. Lo que está en la mesa de las convulsiones territoriales de este país desde hace más de doscientos años es nuestra facilidad para dejarnos arrastrar por las pasiones políticas que crean grandes amores, grandes decepciones y grandes odios.

El desafío soberanista de Artur Mas ha activado mecanismos sociales difícilmente reconducibles. Y Madrid quiere tratar las ambiciones catalanas con el imperio de la ley y la Constitución. Cuando las leyes se enfrentan a los sentimientos se forma una ciclogénesis explosiva, salvo que cambien estos o aquellas. Hubo un momento en que la reforma de la Constitución del 78 hubiera calmado las tensiones por algunas décadas más. Incluso si el Tribunal Constitucional no se hubiese cargado de forma absolutamente razonable pero altamente inoportuna el Estatuto de Cataluña, probablemente se hubiesen ganado algunos años de tranquilidad. Pero no nos engañemos, era cuestión de tiempo. Siempre lo fue. Porque un sentimiento no atiende a más razones que su propio egoísmo de ser satisfecho.

Cataluña tiene hoy un autogobierno que emula todos los atributos de un moderno Estado. Pero no es suficiente. Nada que no sea la configuración virtual de una independencia absoluta puede saciar una sed de libertad que es real, porque en política se puede tener sed a pesar de tener agua. Las elecciones catalanas ni son el fin ni son el principio de nada. Aunque gane el bloque soberanista por amplia mayoría no tendrán la mayoría de la sociedad de Cataluña. No les aburro con cifras, pero será así, créanme. Pero incluso si la tuvieran, la unidad del Estado se mantendrá por el ejercicio de la fuerza. De la misma forma que un hipotético Estado catalán impediría coactivamente la independencia de Girona, por poner un ejemplo casi absurdo.

Si Mas y los suyos se estuvieran extremando para negociar sería comprensible. Pero no lo hacen. Esa gente sueña realmente con la independencia. Y eso es lo malo. Con los políticos pragmáticos se puede negociar. Con los soñadores sólo vale despertarles.