Estado de las calles chicharreras clama al cielo, aunque el cielo no tenga oídos para los asuntos domésticos. Son las autoridades que rigen nuestras ciudades y pueblos, en última instancia nosotros, quienes debemos clamar por la solución de los problemas que nos aquejan; otra cosa es que se nos haga caso. Algo, esto último, casi siempre difícil, puesto que las reclamaciones abundan y es escaso el presupuesto. En algunos artículos me he hecho eco de las innumerables peticiones que recogen los periódicos, cuyo destino suele ser el cesto de los papeles no porque no se quieran atender, sino porque no hay dinero para ello.

Siempre han sido los españoles remisos a la hora de abonar al erario sus impuestos. Consideramos que con lo que pagamos deberíamos tener mejores servicios, que la Educación y la Sanidad, sobre todo, tendrían que tener más medios para atender todas las reclamaciones que se producen. Y quizá esté justificada esta reclamación a la vista de las informaciones publicadas sobre el coste de algunas instituciones, algunas de las cuales -ojo, no todas, como reclaman los radicales, como si fuesen ácratas- son innecesarias por su cometido; quizá lo fueron, pero no en esta época moderna donde la informática lo permite casi todo.

Pero como es habitual en mí, una vez más me he ido por los cerros de Úbeda. Quería escribir sobre las calles chicharreras, de su lamentable estado, pero quizá era necesaria esta digresión para constatar la razón de que no se haga lo que se quiere, sino lo que se puede. Sin embargo, a pesar de lo dicho, hay asuntos que los políticos -a fin de cuentas administradores de nuestros impuestos- tendrían que acometer con valentía para que los ciudadanos que los eligieron sean conscientes de su labor, y uno de ellos, creo yo, es el estado de las vías públicas, sobre todo en ciudades donde, como la nuestra, no se decida ya un arreglo integral de su firme; me parece que fue Ernesto Rumeu, alcalde en el periodo 1972-1977, el último que emprendió esa obra, que sirvió al mismo tiempo para reponer las canalizaciones de agua, luz y teléfono, amén de las relacionadas con la evacuación de aguas negras y pluviales. Fue una obra de gran envergadura, pero como todo en la vida tiene su duración resulta evidente que, "asfálticamente" hablando, nuestras calles están ahora que dan pena; que no deben seguir como están; que no soportan más "parcheos" -por cierto, a ver si los encargados de este servicio aprenden a "parchear": hay que hacer un cajetín antes de poner el asfalto-; que la amortiguación de nuestros vehículos, sobre todo los de quienes vivimos en la periferia, están sujetos a un sobreuso debido a los altibajos del firme, etc.

Claro, se me dirá, si usted mismo proclama la falta de medios económicos para emprender una obra de tal envergadura, ¿cómo quiere que empeñemos al municipio con algo tan costoso? La contestación no puede ser más sencilla: con argumentos empresariales. Cuando en una fábrica, de lo que sea, sus dirigentes aprecian que una máquina resulta obsoleta, que no produce lo que las circunstancias demandan, hay que liarse la manta a la cabeza y adquirir una nueva; si no es así la fábrica no tardaría en cerrar. Si se me permite la metáfora (no me gusta mucho emplearlas, pues nuestro idioma tiene otras palabras para hacerlo), hay que ponerlos sobre la mesa y hacer un estudio económico sobre su coste, como se hizo en aquella ocasión, y repercutirlo en el coste del servicio de Emmasa.

Muchos pensarán que es un disparate, pero no lo es...