Cada año, puntualmente, en Tenerife se produce una detonación social de imparables consecuencias. Miles y miles de personas se meten dentro de las estrechas fronteras de un traje, se tapan el rostro con una máscara, se embadurnan de pintura y durante siete días se cambian las reglas sociales para transformar las calles en un lugar de baile y de diversión.

En el mundo del Carnaval cubrirse el rostro no es una manera de esconderse, sino de transformarse. La máscara no oculta a quien se la pone sino que lo transforma en un nuevo personaje y una nueva personalidad. Y un pueblo sufrido, que durante tantos meses ha soportado estoicamente rígidos horarios, trabajos y problemas, durante siete días vive una especie de limbo donde todo queda pendiente para cuando acabe la fiesta.

El Carnaval tiene una importante repercusión mediática en todo el mundo. Medios de comunicación de diferentes países han venido para realizar reportajes sobre esta fiesta con unos resultados promocionales para la isla que el pasado año se cifraron en 4, millones de euros con una audiencia estimada tanto a nivel nacional como internacional que superó los 100 millones de personas. El Carnaval es una fiesta espléndida y su color, su diversión y su carácter gusta indudablemente a quien llega a Tenerife desde otras latitudes. Pero la riqueza verdadera del Carnaval está en la ilusión de la gente que lo vive intensamente. En las familias y grupos de amigos que se organizan para diseñar y confeccionar sus disfraces, que salen la calle son capaces de organizar un espectáculo sin guión ni ensayo. Se hace porque es una manera particular de disfrutar y divertirse que cumple con una tradición de décadas, que ha subsistido a pesar de las prohibiciones. Se hace como un fin en sí mismo, aunque tenga como beneficio indirecto que otros, desde fuera, lo puedan observar y disfrutar.

Pero quizás lo más asombroso de esta fiesta no es la calle. Puede resultar divertido disfrazarse en el anonimato y estar por ahí bailando en cualquier esquina, pero eso no es lo más asombroso del Carnaval. Lo que siempre me ha llamado poderosamente la atención es la capacidad de toda una sociedad para auto organizarse, para crear grupos, para idear trajes, para elaborar letras y músicas, para crear complicados pasos de baile, para ensayar durante horas y horas todo tipo de actuaciones. Porque todo eso, todas esas horas, todo ese tiempo y ese trabajo, se entrega de forma voluntaria. La gente se organiza y se pone al servicio de otras gentes porque lo han decido libremente. El Carnaval es un proceso social colaborativo con complejas redes de relación. Pasa de generación en generación a base de la transmisión de costumbres de padres a hijos. Tiene reglas y claves no escritas que todo el mundo conoce y obedece voluntariamente, pero al mismo tiempo es algo vivo y cambiante que se va adaptando a los nuevos tiempos.

Esta fiesta es mucho más que una explosión de color y de alegría. Es esa dimensión social del Carnaval lo que siempre me ha llamado la atención, esa fuerza que lleva a personas de todas las edades a sacrificar su tiempo libre para encerrarse en locales de ensayo durante meses para luego salir a la calle y abandonar por unos días su rutina. Es ese espíritu comprometido con el mantenimiento de una tradición el que debe contagiarnos durante todo el año para participar activamente en todos los acontecimientos que sucedan en esta isla.