Ahora resulta que era una pesadilla. O sea, que lo de la hipoteca, lo del despido, lo del paro... Todo eso que hemos vivido no era cierto. Pero no. La pesadilla es escucharles. A todos. A los que están dentro y los que están fuera del Gobierno. A los cantamañanas en nómina y a los aspirantes a estarlo. A la casta y la anticasta, a los mayordomos del capital que sirven la cena con tarjetas black y a los carteros del pueblo que cobran medio kilo al alba, porque al que madruga el banco le ayuda. A todos los que ayer se esforzaron por decir frases aspirantes a titulares de prensa y por ganar la batalla del Twitter y de Facebook.

Debe ser el cansancio y la vejez, pero escucharles, por puro trabajo, produce hastío. Voces que se cruzan insultos, que se tiran chorizos a la cara, que se ufanan en ser los que tienen la soluciones para todo... Y mientras el barco hace aguas por mil vías, mientras el pasaje saca el agua con las manos, todo se reduce a tener más chispa que el adversario en la tribuna de oradores.

Rajoy prometió ayer tres millones de puestos de trabajo. Si le hubieran llenado más el carajillo podrían haber sido cinco, que tiene rima. Y sacó pecho hablando de crecimiento y empleo. Y toda la horda le cayó encima. Que si Bárcenas siguió el debate desde una estación de esquí. Que si eran de nuevo las mismas mentiras. Que el PP se ha cargado el Estado del bienestar...

Todo lo que ayer pasó era lo previsible. Y acaso eso sea lo peor del debate sobre un país imprevisible. Nadie se salió del guión, aunque Sánchez, para ser su primer estropicio, estuvo aceptable. Nadie tuvo un rapto de lucidez para elevarse por encima de la ramplonería. Es cierto que España, en tres años, se ha situado lejos del rescate de las cuentas públicas. Pero ha sido a costa de que los ciudadanos y las pequeñas empresas y autónomos se hayan deslomado trabajando casi medio año gratis para llenar las arcas del Estado. Medio año de trabajo que se llevan todos los impuestos directos, indirectos y especiales. Y todos han sido cómplices en este homicidio civil cometido por un Estado que se ha negado a pagar su parte del pato. Un reino de burócratas que sale intacto y orondo, flotando sobre nuestras costillas en los restos del naufragio.

Esa política de salvación nacional por la asfixia fiscal no ha tenido en cuenta a los más pobres entre los pobres. Las inversiones de este año en Canarias, entre otras comunidades con graves problemas sociales, son de las más bajas del Estado. La renta de las familias y por persona en el archipiélago están más de dos mil euros por debajo de la media del Estado. No hubo ayer una palabra para la ultraperiferia. Los de la casta y la anticasta están demasiado ocupados en los grandes asuntos de una patria que empieza en Madrid y acaba en Cataluña. Nosotros, los canarios, no estamos en la carta del pueblo. Ni siquiera en el sello.