Rara vez en la vida se da la circunstancia de una comunicación cumbre: se asiste a la exposición cristalina de lo humano con sinceridad y sin necesidad de argumentos. Solo ocurre en el ámbito de una amistad cuajada y, posiblemente, cuando se acompaña a alguien en algún sufrimiento. En una ocasión así, desde lo que Ortega y Gasset denominaba el fondo insobornable, escuché: "¡Ojalá yo tuviera alguien que me empujara!". Y en este dictum se encerraba el deseo más profundo de felicidad y libertad que cualquiera pudiera anhelar.

Habría que concluir que la libertad y los empujones, que a primera vista parecen antitéticos, quizás no sean tan excluyentes. Y esto solo se entiende si se distingue la libertad en abstracto -que parece corresponder con autonomía absoluta, con independencia que contrapone autonomía y heteronomía- y la libertad viva, existencial, que en seguida nos facilita comprender que la autonomía y la dependencia se dan siempre entremezcladas, que se necesita ser libres para poder donarse a los demás. (De hecho, sin libertad no sería posible comunión alguna entre los hombres, como, en rigor, no la hay entre animales).

Esta reflexión nace de la lectura del Diario. Una vida conmocionada de Etty Hillesum, una judía holandesa fallecida en Auschwitz en 1943, que redactó unas páginas estremecedoras, maravillosas, en las que narra cómo adquirió una gran libertad interior, una felicidad profunda, en las circunstancias de falta de libertad exterior que sufrieron los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. En este escrito autobiográfico, que sorprende también por los veintisiete años de su autora, se lee: "Me tomó de la mano y dijo, mira, así tienes que vivir. Toda mi vida he tenido el siguiente sentimiento: ojalá viniera alguien que me cogiera de la mano y se ocupara de mí. Parezco valiente y hago todo sola, pero me gustaría muchísimo entregarme". De nuevo, la libertad vinculada vuelve a aparecer en el sufrimiento y en la sinceridad total con los que se escribe ese Diario.

Evidentemente, la libertad humana engloba la capacidad de elegir. En este sentido, parece casi innecesario reseñar que la democracia es una conquista social irrenunciable en la que la dignidad y los derechos humanos se hallan mejor protegidos que en ninguna otra forma de organización social. Pero la libertad se puede usar para el bien o para el mal. En consecuencia, alcanzada ya la cumbre democrática, habría que explorar los siguientes pasos de la libertad humana. En primer lugar, para no caer en esclavitudes de la propia libertad, cosa que ocurre cuando se la percibe desvinculada: la soledad o las dependencias patológicas a drogas, alcohol, sexo, etc., por referirme solo a las más obvias. Además, para mejorar en nuestro ser libres juntos: aprender a entrelazar nuestras libertades, como personas en relación, individuos que interpenetran sus vidas con las de sus semejantes.

Esto supone dar carpetazo a la visión romántica del genio extravagante y solitario que no necesita de nadie, para quien los demás amenazan su libertad. Porque esa mirada sobre lo humano, escondida bajo muchas obras literarias, sencillamente no se corresponde bien con el fondo último de nuestro ser personal. En sentido contrario, en estos tiempos en los que ya no están vigentes la razón ni las tradiciones culturales, ni tampoco los valores religiosos o las utopías políticas, al menos como vigencias compartidas mayoritariamente, sugiere Octavio Paz, en su libro El laberinto de la soledad, que la única salida posible consiste en avanzar en nuestra búsqueda de comunión con los demás: "Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios".

En definitiva, se trata de desplegar nuestra libertad aprendiendo a entretejerla con la de los demás, sin temor a los compromisos, lo cual nos ayudará también a paliar nuestra soledad intrínseca. También, para la mejor comprensión de la libertad vinculada, convendría plantearse esta pregunta: ¿para qué me sirve la libertad del vagabundo?

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