Sólo hay algo peor que la política: es la antipolítica. Ese lugar común que afirma que todos los políticos son iguales es equivalente al lugar común de que todos los hombres o todas las mujeres son iguales. Pues no hay nadie que sea igual a otro, ni en el periodismo, ni en la abogacía, ni en la medicina, ni en la política, por supuesto. Así que la igualación de los políticos a todos los políticos porque algunos de éstos sean de esta o de otra manera me parece una falacia que combato como puedo. Que combato con la convicción de que la política es mejor que la antipolítica.

Ahora hemos asistido en España al Debate sobre el Estado de la Nación. El hemiciclo se llenó de interesantes intervenciones; hubo más cosas, por supuesto. Hubo un líder que llamó patético a su oponente, y hubo uno que dijo que el otro no tenía vergüenza. Hubo, además, alguien (de la más alta magistratura: la vicepresidenta del Parlamento, nada menos) que se entretenía jugando a lo que juega mi nieto en el iPad. Pero mi nieto no está sentado en el sitial de la más alta magistratura de la Nación.

Pasó de todo, pues. Pero de todo lo que pasó lo que sobresale en la memoria de la gente es lo peor de todo lo que sucedió dentro del hemiciclo. Lo que sucede es que los políticos no saben embridar su lenguaje y resultan incapaces de ponerse en el sitio de su deber: el de representar a los ciudadanos usando el vocabulario más puro y educado posible. Cuando se van de ese tiesto pasan estas cosas, que tanto perjudican a la imagen que el ciudadano tiene del servicio público parlamentario.

Pero la política no es esa nata, ni mucho menos. Pero es también esa nata, y eso es lo malo. La política es servicio público, y en el ámbito de la democracia es la representación de las necesidades de la gente. Y hay muchas personas dedicadas a su ejercicio que respetan radicalmente el compromiso con quienes lo han elegido. Si no hubiera política (y democracia, naturalmente) estaríamos en una dictadura; esto que parece más simple y más claro que el agua se olvida frecuentemente, pues la gente no se acuerda de cómo era la dictadura. La dictadura, por decirlo así, es la ausencia de la política. Así que la política debemos cuidarla como oro en paño.

Pero hay abismos en la política, naturalmente, y son muchos. Está el abismo de la corrupción, y está el abismo del arribismo; están los abismos del engreimiento y del insulto, del odio expresado en público y el desprecio al otro, en público y en privado. El político es un ser humano, naturalmente, y participa de los defectos y de las virtudes de todo el mundo. Pero no son distintos sus defectos a los que nos distingue a los periodistas, a los que muestran sin rubor los escritores, por ejemplo. La vanidad, el engreimiento, la pedantería andan por todos los barrios, y quien diga lo contrario o es adán o es tonto.

Ahora ha empezado en el canal de series de Canal+ la tercera parte de la famosa "House of Cards", que representa la ambición a degüello que muestra un político norteamericano capaz de las peores fechorías para conseguir escalar en el poder de su partido y, finalmente, el poder de la nación. Es una trasposición televisiva del Ricardo III de Shakespeare. Y refleja, en su dimensión peor y más descarnada, la víscera más cínica del ejercicio de la política. Underwood, el protagonista, se deshace de sus amigos si no le sirven, se rodea de enemigos si son útiles, y en general utiliza el poder y sus mecanismos para derrotar con los peores métodos las ansiedades, legítimas o no, de sus oponentes. No he encontrado muchos ejemplos de lo peor de la política tanto como en esta serie que ahora vuelve a las pantallas. Viéndola, en sus entregas previas, pensé que esos defectos de la política que se muestran ahí no son sólo de ese ejercicio torcido del servicio público. Si ustedes se fijan bien, a nosotros, los periodistas, se nos pueden dibujar alrededor defectos parecidos. Por esa razón hay que tener mucho cuidado cuando nosotros vemos la paja en el ojo ajeno. El ojo propio está lleno de madera también.